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El capítulo más íntimo de la autobiografía del papa Francisco: “Todo nace para florecer en una eterna primavera”
El santo padre escribió sus memorias, desde su niñez en Argentina, siendo hijo de migrantes italianos hasta su llegada al Vaticano.

El difunto papa Francisco lanzó su autobiografía en enero de este año, en más de 100 países. “Esperanza” es la primera historia que escribió el pontífice en primera persona, recordando momentos de su vida, desde su infancia en Argentina hasta convertirse en el líder de la Iglesia católica. La editorial Peguin Random House compartió con SEMANA la introducción “Todo nace para florecer”:
“El libro de mi vida es el relato de un camino de esperanza que no puedo imaginar separado de mi familia, de mi gente, de todo el pueblo de Dios. Y, en cada página, en cada paso, también el libro de quien ha caminado conmigo, de quien me ha precedido, de quien nos seguirá.
Una autobiografía no es nuestra literatura privada, sino más bien nuestra bolsa de viaje. Y la memoria no es solo lo que recordamos, sino también lo que nos rodea. No habla únicamente de lo que fue, sino de lo que será. La memoria es un presente que nunca termina de pasar, dice un poeta mexicano.
Parece ayer y, en cambio, es mañana.
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(...).
Los cristianos hemos de saber que la esperanza no engaña ni desilusiona: todo nace para florecer en una eterna primavera.
Al final, solo diremos: no recuerdo nada en lo que no estés Tú“, se lee.

El prólogo recuerda una historia que contaba la familia de Francisco, inmigrantes italianos en Argentina:
“Contaron que se oyó una sacudida metálica, como un terremoto. A lo largo de todo el viaje hubo vibraciones fuertes y amenazadoras, y «tanta era la inclinación que por la mañana no podíamos soltar las tazas de café porque se habrían volcado», pero eso era otra cosa: parecía más una explosión, como una bomba. Los pasajeros salieron de los salones y de los camarotes e invadieron las cubiertas para tratar de averiguar qué estaba ocurriendo. Era el atardecer y el buque iba rumbo a las costas de Brasil, hacia Porto Seguro. No era una bomba, sino un trueno sordo. El buque seguía avanzando, pero ahora lo hacía sin gobierno, como un caballo desbocado, se inclinaba mucho, e iba más lento. (...).
Contaron que alguien intentó reparar la avería con paneles de metal. Inútilmente.
Contaron que los músicos de la orquesta recibieron la orden de seguir tocando. Sin interrupción.
El buque se ladeaba cada vez más, anochecía, el mar se encrespaba.
Cuando fue evidente que los pasajeros no iban a seguir atendiendo más llamadas a la calma, el comandante ordenó parar las máquinas, hizo sonar la sirena de alarma y los operadores de radio lanzaron el primer SOS.
La señal de socorro fue recibida por varias embarcaciones, dos buques y hasta un par de trasatlánticos que se hallaban en las proximidades. Acudieron enseguida, pero todos tuvieron que detenerse a cierta distancia, pues una llamativa columna de humo blanco hacía temer una desastrosa explosión de las calderas.
(..).

En ese alboroto las trifulcas eran innumerables, pero también los gestos de valor y de abnegación. Tras haber socorrido a docenas de personas, un joven al que le habían dado un chaleco salvavidas estaba esperando su turno para lanzarse al agua. Entonces vio a un anciano que no sabía nadar y que no había encontrado sitio en ninguna embarcación: pedía ayuda. El muchacho le puso su chaleco salvavidas, se lanzó al mar con el anciano y trató de llegar al bote más próximo. Nadó con fuerza cuando desde las olas se elevaron gritos cada vez más desesperados: ¡tiburones! ¡Hay tiburones! Lo atacaron. Un compañero suyo logró subirlo a un bote, pero estaba gravemente herido. Poco después murió.
Cuando su historia fue contada por los supervivientes, Argentina se conmovió. En su país de nacimiento, en la provincia de Entre Ríos, a una escuela se le puso su nombre. Era hijo de un inmigrante piamontés y de una argentina, y acababa de cumplir veintiún años: se llamaba Anacleto Bernardi.
Mucho antes de la medianoche el buque, ya completamente inundado de agua, se levantó verticalmente por la proa y con un último gemido estruendoso, casi bestial, se hundió a pique, hasta más de mil cuatrocientos metros de profundidad. (...).
Aquel barco, de ciento cincuenta metros de eslora, había sido a principios de siglo el orgullo de la marina mercante, el más prestigioso trasatlántico de la flota italiana, en el que habían viajado personajes como Arturo Toscanini, Luigi Pirandello o Carlos Gardel, una leyenda del tango argentino. Pero aquellos tiempos ya habían quedado atrás. Entretanto había habido una guerra mundial, y la usura, el abandono y el escaso mantenimiento habían hecho el resto. Para entonces el barco era conocido como «el inestable», por las dudosas condiciones generales. Cuando partió rumbo a su último viaje, su propio comandante vio perplejo que transportaba a más de mil doscientos pasajeros, en su mayoría emigrantes piamonteses, ligures y vénetos. Pero también de Las Marcas, de Basilicata o de Calabria.
(...).

Minimizado o encubierto por los órganos del régimen, aquel naufragio fue el Titanic italiano.
Ignoro cuántas veces he oído contar la historia del buque que llevaba el nombre de la hija del rey Víctor Manuel III, destinada también a una muerte trágica en el campo de concentración de Buchenwald, varios años más tarde, hacia el final de otra espantosa guerra. El Principessa Mafalda. Esa historia se contaba en mi familia.
Se contaba en el barrio.
Se cantaba en las canciones populares de los emigrantes, de un lado a otro del océano: «De Italia Mafalda zarpaba con más de mil pasajeros… Padres y madres decían adiós a sus hijos que desaparecían entre las olas».
Mis abuelos y su único hijo, Mario, el muchacho que iba a ser mi padre, compraron el pasaje para esa larga travesía en aquel buque que zarpó del puerto de Génova el 11 de octubre de 1927, rumbo a Buenos Aires.
Pero no embarcaron. Por mucho que lo intentaron, no consiguieron vender a tiempo cuanto tenían. Al cabo, muy a su pesar, los Bergoglio tuvieron que devolver el pasaje y aplazar la partida para Argentina.
Por eso estoy ahora aquí.
No se imaginan la de veces que se lo he agradecido a la Divina Providencia", escribió el papa.