Exigirnos no es llevar el conteo de los malos ratos ni idolatrar las ojeras. Es establecer estándares claros, recursos reales y márgenes de error posibles. Cuando uno de esos tres falta, la exigencia se vuelve injusta o se disuelve en permisividad.

Opinión

¿Políticamente correcta y emocionalmente incorrecta?

Un líder que calla lo que piensa por cortesía se convierte en influencer de la nada. Y un logro que exige disfrazar quién eres nunca termina de sentirse propio. Nos debemos la brutalidad de ser honestos, y la ternura de permitirnos seguir aprendiendo.

Por: Paula Amado
4 de julio de 2025

Hace un tiempo, en un evento de mercadeo, mi voz se quebró mientras hablaba de marketing humano. No fueron lágrimas heroicas ni liberadoras, sino de pura frustración. Un mal día, una emoción mal contenida, y ahí estaba yo, frente a más de 500 profesionales, sintiéndome como aquella niña que sacaba malas notas y se creía un fracaso. Esa niña, lo sé ahora, no se ha ido. Vive dentro de muchos de nosotros. Se alimenta de la mirada ajena y se intoxica con la crítica.

Bajé del escenario envuelta en aplausos que sonaban más a consuelo. Una asistente se me acercó y me dijo: “Me encantó tu vulnerabilidad”. Yo no quería encantar. Quería sentirme suficiente. Y justo ahí, me pregunté: ¿Para quién estoy viviendo realmente?

Quien trabaja en marketing aprende pronto a hablar diplomáticamente. Pero el problema comienza cuando esa versión diplomática empieza a devorarse a la auténtica. He perdido horas puliendo un adjetivo por miedo a no gustar, o peor, a invocar la ira de los trolls. ¿El resultado? Textos que suenan a comunicado del siglo pasado y mensajes que no mueven ni emocionan.

El algoritmo no premia lo tibio. Y si el objetivo es el aplauso inmediato, la receta es fácil: frase inspiracional, contenido relevante, copy supuestamente disruptivo. ¿Y el propósito? Bien, gracias. Ahí aparece la primera alerta: cuando la comodidad del like pesa más que la incomodidad de la verdad, el ego está ganando la partida.

Ese ego disfrazado nos repite una mentira útil que nos impide una autocrítica justa y constructiva. Pero no siempre es así. A veces duele porque es cierta. Nos cuesta admitirlo, pero lo sabemos. La mayoría de las veces quien nos señala tiene algo de razón, y nuestra inseguridad hace el resto. El dolor, entonces, no es solo por lo que nos dicen, sino por lo que nos confirma.

El aplauso externo es una vitamina efectiva, pero con fecha de caducidad. Llena, sí, pero dura poco y exige dosis cada vez más grandes. La validación interna, en cambio, no necesita aplausos ni emojis. Solo coherencia. Y eso es más difícil. Porque implica rendirnos cuentas cuando nadie nos mira, y cuando nadie aplaude.

A veces, en la noche, en mi cama, me obligo a hacerme tres preguntas: ¿Hablé con honestidad o adorné mis palabras para evitar el juicio? ¿Dije que sí por convicción? ¿Trabajé por propósito o solo por no sentirme insuficiente? Si alguna respuesta suena a excusa, es momento de ajustar el rumbo. Liderarse a uno mismo es el primer paso. Y está bien ser humano. Repito: ser humano. No perfecto.

Nos repetimos que poner límites es autocuidado, pero rara vez practicamos la gramática completa del límite: a quién se lo ponemos, para qué lo hacemos y qué consecuencias aceptamos al hacerlo. Hay ‘bastas’ que nos liberan –como renunciar a un cliente éticamente tóxico–, y hay otros que solo encubren nuestra pereza o evasión –como abandonar un reto que nos enfrenta con lo que no sabemos–.

El buen límite se reconoce porque incomoda a ambos: al que lo pone y al que lo recibe. Si uno de los dos respira demasiado aliviado, quizá no era un límite, sino una huida.

Exigirnos no es llevar el conteo de los malos ratos ni idolatrar las ojeras. Es establecer estándares claros, recursos reales y márgenes de error posibles. Cuando uno de esos tres falta, la exigencia se vuelve injusta o se disuelve en permisividad. Y entonces vuelve el ego, otra vez, pidiendo aplausos mientras olvidamos el objetivo real.

Entonces, ¿cómo se mide un día bien vivido? No solo con KPIs ni con engagement. Yo me atrevo a proponer esta fórmula: resultado logrado multiplicado por palabra sostenida, dividido por los autoengaños evitados.

He llorado en escenarios y lo volveré a hacer. Espero que con menos frustración y más propósito. Tal vez siga temblando cuando me critiquen, pero no quiero seguir negociando mi honestidad. Aunque a veces sea solo mi verdad, sigue siendo la única que puedo defender con dignidad.

Un líder que calla lo que piensa por cortesía se convierte en influencer de la nada. Y un logro que exige disfrazar quién eres nunca termina de sentirse propio.

Nos debemos la brutalidad de ser honestos, y la ternura de permitirnos seguir aprendiendo. Siempre.

P. D. Si esta columna le incomoda, la misión está cumplida: la incomodidad es la primera línea de un buen guion sobre nosotros mismos.

Paula Amado, Gerente de Proyección y Crecimiento Universidad EAN

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