
Opinión
Lo correcto ya no importa
En una sociedad donde el dinero parece dictar lo que es correcto o permitido, la ética se ve desplazada por la conveniencia. Es relevante reflexionar sobre los valores que realmente guían nuestras decisiones y plantea la urgencia de una transformación profunda para no convertirnos, como sociedad, en simple mercancía.
Nos gusta pensar que somos dueños de nuestras decisiones. Que actuamos con libertad, con valores, con moral. Pero basta observar un escándalo de corrupción, un juicio manipulado o un crimen disfrazado de necesidad para entender que, muchas veces, no manda la conciencia, sino el bolsillo. No es la ética la que nos guía, sino la conveniencia.
La pregunta es incómoda, pero inevitable: ¿qué determina realmente nuestro comportamiento? ¿El instinto de supervivencia? ¿La educación? ¿El miedo al castigo? ¿La esperanza de recompensa? ¿O, como parece cada vez más evidente, el dinero?
Si respondemos con honestidad, veremos que gran parte de nuestras decisiones —las legales, las dudosas y las inmorales— no nacen de ideales, sino de cálculos. ¿Me conviene? ¿Pierdo más de lo que gano? ¿Cuánto cuesta callar, mentir, mirar para otro lado?
Vivimos en una sociedad que predica valores, pero rinde culto a la utilidad. Que castiga al que roba por hambre y aplaude la astucia del que evade millones. Que encarcela al pobre y le sirve café al poderoso. En este contexto, el dinero ya no es solo un medio: es el criterio. El árbitro silencioso que decide qué vale, quién gana y qué puede dejar de ser delito si se paga lo suficiente.
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No sorprende que la impunidad esté de moda. Ni que haya toda una industria dedicada a maquillar lo inmoral, legalizar lo injusto, fabricar verdades a medida del capital. La línea entre lo punible y lo permitido ya no se borra: se negocia. ¿De verdad creemos que todos somos iguales ante la ley, cuando la ley misma tiene precio?
Este no es solo un problema jurídico. Es un dilema existencial. Si el dinero condiciona nuestras decisiones, entonces todo está en venta: la dignidad, la verdad, incluso la vida. Lo correcto ya no importa. Solo lo rentable. Y eso, nos guste o no, nos define.
Hobbes lo advirtió: sin control, el ser humano es un lobo para el ser humano. Pero Rousseau replicó: nacemos buenos, y es la sociedad —con su ambición, su desigualdad, su lógica competitiva— la que nos corrompe. Tal vez ambos tenían razón. Quizás somos una mezcla de cálculo y esperanza, de codicia y deseo de justicia. Pero hoy, en esta sociedad que huele más a mercado que a comunidad, es el lado más salvaje el que parece ganar.
¿Queremos cambiar eso? Entonces no basta con reformas ni discursos. Hace falta una revolución de sentido: cuestionar a quién admiramos, qué aplaudimos, qué estamos dispuestos a negociar. Dejar de aplaudir al que burla la ley y de despreciar al que no se vende.
Cambiar implica redefinir nuestras prioridades: dejar de confundir precio con valor, poder con virtud, cinismo con inteligencia. Y eso duele, porque exige coraje, renuncias e incomodidad. Pero si no pagamos el precio de esa transformación, pagaremos algo peor: la pérdida de nuestra dignidad colectiva.
Porque si seguimos justificando lo injustificable, el problema no será solo moral. Será estructural. Y llegará el día en que ya no seamos ciudadanos. Seremos mercancía. Y ni siquiera de lujo: de saldo. De descarte.
Ana Janneth Ibarra, CEO del Grupo AXIR.