
Opinión
La Santísima Trinidad del Vallenato: caja, guacharaca y acordeón como liturgia sonora
El vallenato no solo se oye: se siente, se contempla y —en mi caso— se vive como una experiencia espiritual. Esta es mi forma de entender sus tres instrumentos como algo más que música: como fe, raíz y destino.
El día que se inauguró el Museo Cocha Molina, algo más profundo que una celebración cultural ocurrió. Vi a mi esposo, Gonzalo Arturo ‘El Cocha’ Molina, acariciar el acordeón como si invocara los vientos del cielo, a Iván Villazón marcar el paso con la guacharaca como quien recita una oración antigua, y a Augusto Guerra golpear la caja con la solemnidad de quien conoce el pulso de Dios.
No presencié una simple parranda. Presencié una aparición. Vi la Santísima Trinidad manifestarse en el corazón del folclor: al Padre en la caja, firme y temible; al Hijo en la guacharaca, humilde y constante; y al Espíritu Santo en el acordeón, etéreo e inabarcable. Comprendí entonces que no estaba ante un espectáculo, sino ante una misa popular, una revelación sonora.
Vi cómo cada repique de la caja abría portales invisibles, cómo la guacharaca marcaba el camino con la suavidad de quien guía sin imponer, y cómo el acordeón del Cocha no solo producía notas: liberaba plegarias del alma del mundo.
Desde ese instante supe que el vallenato no se escucha: se contempla. Y más aún, se multiplica. Porque en Valledupar, donde se dice que quien se baña en el Guatapurí siempre regresa, la música no es entretenimiento: es fe, es mística, es ofrenda. Aquí, donde Dios parece habitar en cada rincón, la Trinidad también canta. Y lo hace con caja, guacharaca y acordeón.
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La Caja: el Padre
La caja no suena, retumba. La trajeron nuestros ancestros afrodescendientes junto a su alma, como un tambor sagrado. Cada golpe es un latido que ordena el universo. Como el pandero de Miriam que celebró la liberación de Egipto, la caja celebra la libertad diaria del pueblo. Pero no es solo ritmo: es voz. Es el Padre Creador, el que habla con voz de trueno, el que con cada repique emite un juicio, como si desde el cielo se dictara orden o corrección.
En la música vallenata, cuando la caja golpea con fuerza, no se discute: se obedece. Es el sonido que impone respeto. Así como en las Escrituras mirar el rostro del Padre significaba morir por su inmensidad, en la caja también hay algo que no se puede dominar. Es temible y amorosa. Es la raíz. El que castiga y protege. El que, cuando calla, se siente más que cuando suena.
Pablo López lo entendió cuando renunció al brillo del acordeón para abrazar el latido profundo de la caja. Porque el Padre no necesita figurar: su sola vibración basta para sostenerlo todo. La caja no busca el centro de la tarima. La caja es el centro invisible que sostiene el universo sonoro. No brilla: hace brillar. Sin ella, todo se cae. Todo se pierde. Porque quien no respeta a la caja… se condena a tocar fuera del tiempo.
La Guacharaca: el Hijo
La guacharaca es más que un instrumento: es un ave ancestral tallada en madera. Es Cristo costeño y andino, el que se hizo camino entre el polvo del Caribe. En su fricción está el aliento del bosque, la resistencia indígena, la oración rústica de quienes guían sin estridencias. Es el Hijo encarnado, el que no busca aplausos, pero sin él no hay dirección.
Como Jesús, que se humanizó para caminar con nosotros, la guacharaca también se hizo carne, pasó de ser ave a instrumento. Se transformó para hacerse cercana, para hablar nuestro idioma, para marcar nuestro paso. Es la voz que acompaña, que no exige pero guía, que sostiene con humildad.
Y así como el Hijo es el Salvador y el Intercesor, la guacharaca también intercede: en medio de una puya intensa, cuando la caja se desborda y el acordeón se eleva como viento, es la guacharaca la que entra a mediar, a calmar la furia, a poner orden. Es el abogado musical entre el cielo y la tierra.
El Acordeón: el Espíritu Santo
El acordeón no se ejecuta, se invoca. Requiere aire para sonar, como el Espíritu para obrar. Cuando se abre el fuelle, se abren los cielos. No es un instrumento: es un portal. Cocha, Emiliano, Luis Enrique lo sabían. El acordeón no solo suena: salva. Como el Espíritu Santo, no se ve, pero transforma. Es invisible cuando calla, omnipresente cuando vibra.
En la música vallenata, el acordeón es el que guía a toda verdad musical. El que revela los sentimientos más ocultos con una sola melodía. Así como el Espíritu Santo es el Consolador divino, el acordeón consuela en la tristeza, anima en la alegría, habla por el que no puede hablar. Su lamento se convierte en clamor. Su nota, en alivio.
Es también el más delicado de los tres. Se dice en las Escrituras que puede perdonarse una blasfemia contra el Padre, incluso contra el Hijo, pero no contra el Espíritu Santo. Así es el acordeón: el más sagrado, el más puro, el más cercano al misterio. No se le desafina sin consecuencias. No se le toca sin respeto.
Porque el acordeón no solo acompaña: posee. Como viento sagrado, entra en el pecho del músico y lo transforma. Quien lo toca con devoción no interpreta una canción: habla con Dios. Es plegaria hecha música. Es Espíritu hecho fuelle. Es el alma del vallenato hecha carne en cada nota que flota… y que nunca muere.
Los Chiches del Cocha SON 300K: cuando la fe se convierte en acción
Y entonces, la visión se convirtió en misión. Porque la música, además de contemplarse, debe multiplicarse. Así nació el proyecto Los Chiches del Cocha: no desde una oficina, sino desde la urgencia del alma, como una respuesta a la necesidad de sanar, crear y resistir. Nació del deseo de actuar y dejar de quejarme. De convertir a Valledupar en el Nashville del Vallenato, donde cada esquina, cada restaurante, cada fiesta, sea un altar donde suene la Santísima Trinidad musical: la caja como el Padre, la guacharaca como el Hijo, y el acordeón como el Espíritu Santo.
Los Chiches del Cocha es una iniciativa de la Fundación Cocha Molina, donde más de tres mil estudiantes han descubierto en la música una forma de vida. De ellos, 50 han sido elegidos como “chiches”: jóvenes talentos que no solo dominan el vallenato, sino que lo encarnan. Son la evidencia de que esta fe tiene discípulos.
Sí, en esta ciudad mágica —donde se dice que Dios se pasea por sus calles y los acordes flotan como plegarias— soñamos con que cada rincón resuene con el mensaje sagrado del vallenato. Porque esta iniciativa tiene tres propósitos que, como los tres instrumentos, actúan en armonía:
- Llevar alegría a quienes los escuchan, a precios accesibles.
- Brindar alivio financiero a los músicos, generando oportunidades reales de ingreso.
- Rescatar la esencia de la parranda vallenata: la que une, sana y celebra la vida.
Si el Rey Saúl fue aliviado por el arpa de David, ¿por qué no podría un joven hallar su salvación en un vallenato bien tocado?
Los Chiches del Cocha no es solo un semillero de artistas. Es un acto de fe. Es un movimiento de sanidad mental, rescate cultural y dignificación económica. Porque en un país donde tantos jóvenes lidian con ansiedad, abandono y pobreza, la música puede ser salvación. Puede ser oficio. Puede ser hogar.
Cada chiche no solo aprende a tocar: aprende a sanar, a resistir, a amar lo suyo. Son los nuevos apóstoles de esta fe vallenata, donde la caja marca el compás de la historia, la guacharaca señala el camino y el acordeón eleva el alma hasta el cielo.
Gabriel García Márquez decía que cuando escuchaba un acordeón se le arrugaba el corazón. Porque el vallenato no es un género: es una medicina. Es una memoria que canta.
Por eso, cuando suena un vallenato, el miedo se disuelve, la tristeza se consuela y hasta la muerte se retira un poco, como avergonzada.
Porque en esta tierra, Dios no solo habló: Dios cantó.
Y quien ha escuchado un acordeón en Valledupar, ya no puede vivir igual. Se le queda una parte del alma atrapada en el fuelle. Y tarde o temprano… tendrá que volver a buscarla.
Julieth Peraza, gestora cultural y cofundadora Fundacion Cocha Molina