Silvia Aristizábal, vicepresidente de Recursos Humanos de Koaj Permoda

Opinión

En rehabilitación de la complacencia

Todos deberíamos aprender el valor de los límites. Decir “no” no es un acto de egoísmo, es un acto de amor propio. Nadie puede, ni debe cargar con la responsabilidad de que todos estén cómodos todo el tiempo.

Por: Silvia Aristizábal
7 de julio de 2025

Hace poco leí un estudio en el Journal of Social & Clinical Psychology que me dejó pensando en cuán profundo puede llegar el impulso de complacer. Investigadores descubrieron que las personas con una alta necesidad de aprobación, lo que en psicología llamamos sociotropía, eran más propensas a comer algo que no querían, solo para no incomodar a otra persona. Así de silencioso y cotidiano puede ser el autosabotaje: decir que sí a un dulce cuando el cuerpo quiere decir que no.

Y entonces lo vi claro. Yo también me he comido muchas cosas que no quería. No hablo de dulces, sino de reuniones, silencios, tareas, conversaciones forzadas. Todo para no decepcionar a nadie. Sin darme cuenta, había hecho del agrado un hábito disfrazado de amabilidad. Pero en el fondo era miedo. Miedo a no pertenecer. A no gustar. A ser rechazada.

Con el tiempo he ido entendiendo que complacer no es empatía. Tampoco es sinónimo de ser buena líder, buena madre, buena hija, buena profesional. Complacer puede, incluso, ser la renuncia más sutil a uno mismo. Cuando empiezas a ejercer roles de liderazgo, hay muchos cambios. Pero hay uno que pocas veces se menciona: esos rasgos que ya traías contigo, como por ejemplo la necesidad de agradar. Ese pequeño gesto puede comenzar a amplificarse. Ya no es solo querer caer bien en el equipo, es empezar a sentir que tu valor depende de no decepcionar a nadie. Que si alguien se va molesto, es culpa tuya. Que si pones un límite, arriesgas el respeto o el cariño de los demás.

Durante años pensé que ser “buena” significaba decir que sí. Me convertí en la persona confiable, disponible, la que no decía que no. Cubría tareas imposibles, preparaba presentaciones a última hora, escuchaba cuando no tenía energía, trabajaba domingos para quedar bien con todos. Y funcionaba. Me veían como comprometida, resiliente, servicial. Pero por dentro, algo se iba apagando.

Un día, sin drama ni crisis, simplemente lo supe: esta actitud no me estaba sumando. Me estaba desapareciendo de mi propia vida. Había confundido empatía con renuncia. Lealtad con silencios. Servir con dejar de sentir. La complacencia tiene muchas máscaras. Puede parecer empatía, amabilidad o sentido del deber. Pero también puede nacer del miedo al conflicto, de una necesidad constante de aprobación o de un pensamiento aprendido: si soy útil, me querrán. Si molesto, me dejarán de lado.

Harriet Braiker lo llamó “la enfermedad de agradar”. Ella identifica tres causas principales:

  1. Los hábitos: responder automáticamente desde el “sí”, para sentirnos aceptados.
  2. Las mentalidades: creer que ser amable nos protege del rechazo.
  3. Los sentimientos: ansiedad al pensar en decepcionar o decir “no”.

Y aunque no todos complacemos por las mismas razones, la mayoría compartimos algo: el agotamiento que viene después. Porque la factura llega. Se paga en forma de ansiedad, frustración, cansancio, pérdida de dirección. Y muchas veces, ni siquiera notamos que estamos cayendo en ese ciclo. Solo sentimos que no estamos bien y no sabemos por qué.

Reconocer este patrón ha sido parte de mi propio camino. A veces me descubro, incluso ahora, buscando el rostro del otro para ver si aprobé su expectativa. Pero ya tengo herramientas. Hago pausas. Me pregunto: ¿esto lo hago por mí o para que no se molesten conmigo? Y me entreno para sostener el silencio incómodo que sigue a un “no”. Porque ahí, en ese pequeño espacio, me encuentro. Me reconozco.

La recuperación de complacer no es un punto de llegada, es un ejercicio diario de honestidad. Y también de autocompasión. No se trata de volverse indiferente ni insensible, sino de entender que agradar no puede ser el precio de nuestra autenticidad.

Hoy, desde otro lugar, puedo decir que dejar de complacer me ha hecho mejor líder. Antes confundía la empatía con la entrega absoluta. Hoy sé que los límites cuidan. No solo me cuidan a mí, también al equipo. La claridad no es crueldad. Es respeto. Es madurez.

Y también lo noto en lo personal. Ya no corro maratones para demostrar fortaleza. Corro para escucharme. Ya no acepto invitaciones por compromiso. Elijo con intención. Ya no digo “sí” para evitar la incomodidad ajena. Digo “sí” cuando me nace. Y “no” cuando es necesario. Si tú también te has sentido así, si te reconoces en estos párrafos, tal vez estés listo para iniciar tu propio proceso. Comenzar no requiere un gran cambio. Basta con una pregunta honesta: ¿Esto lo quiero o lo hago para que no se molesten?

Todo el mundo debería aprender el valor de los límites. Decir “no” no es un acto de egoísmo, es un acto de amor propio. Nadie puede, ni debe cargar con la responsabilidad de que todos estén cómodos todo el tiempo. No somos responsables de las reacciones ajenas. Somos responsables de vivir en coherencia.

Te invito a que hoy, solo por hoy, te digas que sí a ti. Aunque alguien se decepcione. Porque tal vez, justo ahí, empieza el verdadero liderazgo: en no traicionarte más.

Silvia Aristizábal, vicepresidente de Recursos Humanos de Permoda