
Opinión
Cuando el dolor enseña a recomenzar
A través de pérdidas profundas, recomenzar no es un acto heroico, sino cotidiano. En esta columna, una conmovedora lección sobre cómo el sufrimiento puede abrir nuevas rutas hacia la esperanza.
Me estoy volviendo experta en atravesar tragedias. La vida me ha quitado mucho, pero también me ha mostrado lo esencial: la familia, los amigos, la fe en lo invisible. Descubrí que el dolor, aunque inevitable, no tiene por qué ser un ancla; puede convertirse en impulso.
Durante años pensé que la resiliencia significaba ser fuerte como una roca, resistir sin quebrarse. Hoy sé que no es así. La resiliencia no consiste en aparentar dureza absoluta, sino en aceptar que la roca también se agrieta y que, de esas grietas, puede surgir agua, vida y hasta esperanza.
En cada pérdida he tenido que aprender a recomenzar. Y no siempre ha sido con valentía grandiosa; muchas veces ha sido apenas con el gesto mínimo de seguir respirando, de ponerme de pie, de sonreír, aunque esa sonrisa costara lágrimas.
Recuerdo que pasé de ser una adolescente que se sentía dueña del mundo a creer que nunca volvería a reír. Tenía 18 años cuando secuestraron y asesinaron a mi mamá. Entonces pensé que la tristeza era la única forma legítima de honrar su ausencia, como si reír significara traicionarla. Hoy entiendo que esa promesa no era lealtad, sino una manera de condenarme a no reír.
La vida volvió a quebrarse hace poco, con la muerte de mi hermano Miguel. Apenas ha pasado un mes y el vacío todavía duele. Pero incluso en medio de este presente, descubro algo cada día: lo que se rompe no siempre se pierde; a veces se transforma. Lo confirmo en mis hijos, Tomás y Mateo, quienes me han visto caer, pero sobre todo levantarme. Ellos saben que no soy una madre perfecta, sino una madre real, capaz de llorar y recomenzar. Sé que, cuando enfrenten sus propios retos —ojalá nunca tan duros—, también aprenderán que el dolor, aunque inevitable, no es el final.
Cada vez descubro que la resiliencia no es un acto heroico, sino un ejercicio cotidiano. Está en tender la cama, en abrazar, en volver a escribir, en elegir caminar cuando lo fácil sería rendirse. La esperanza no siempre llega en los grandes gestos, sino en lo pequeño: un amanecer distinto, un abrazo que devuelve calor, una conversación que abre una puerta inesperada.
Aprendí de mi padre que, cuando una puerta se cierra, se abren siete. Esa frase, repetida tantas veces, se volvió brújula. Me enseñó a creer que siempre lo mejor está por venir, incluso cuando lo inmediato parece insoportable. Esa certeza me ha permitido mirar hacia adelante, confiando en que el dolor, con el tiempo, se convierte en semilla de transformación.
Hoy sé que las cicatrices no son una derrota. Son la evidencia de que sobrevivimos y de que fuimos capaces de seguir andando. No borran la herida, pero la transforman en camino. Nos recuerdan que la vida no se acaba en los quiebres, sino que insiste en abrir rutas nuevas.
Por eso, en lugar de esconderlas, he decidido honrar mis cicatrices. Ellas me han dado la oportunidad de amar más hondo, de comprender mejor al otro y de comprometerme con causas que trascienden mi propia historia.
Todos enfrentamos la oscuridad en algún momento de la vida. A veces más de una vez. Pero en cada uno habita una fuerza interior que se activa en esos momentos. Esa fuerza nos recuerda que, aunque el dolor nos marque, también nos invita a continuar, y que cada caída es una oportunidad para trabajar en una mejor versión nuestra.
La vida insiste. Cada vez que nos levantamos no solo sobrevivimos: también sembramos esperanza para los que vendrán.
“Cada vez descubro que la vida no se empeña en destruirnos, sino en enseñarnos a recomenzar”.
María Carolina Hoyos Turbay, presidenta Fundación Solidaridad por Colombia.