Opinión
Lo que la soledad vino a enseñar
La soledad no es una sola. Tiene muchas formas y muchos rostros. Algunas duelen, otras sanan. En esta reflexión comparto cómo he aprendido a verla, habitarla y transformarla en una maestra silenciosa que me conecta conmigo, con la vida y con lo esencial.

Durante mucho tiempo creí que la soledad y el abandono eran lo mismo. No sabía distinguir entre estar sola y sentirme dejada atrás. Por eso evitaba la palabra ‘soledad’, como si al no nombrarla pudiera protegerme de lo que dolía. Pero con los años, la vida y el silencio me enseñaron que no son iguales. Que una hiere, pero la otra puede sanar.
La soledad me ha acompañado desde niña. Crecí entre adultos ocupados. Y aunque había compañía, muchas veces me sentía sola. En la adolescencia, también. Aunque estuviera rodeada de gente, había un vacío que no se llenaba con presencia física. Y lo viví, sobre todo, el día que secuestraron a mi mamá. Esa fue una soledad distinta: densa, oscura, angustiante. Una soledad que no olvida.
Pero también he descubierto otras formas de estar sola. Algunas hermosas. Con los años he empezado a disfrutar mi soledad. La vida me llevó, casi por insistencia de mi papá, al mar. Y allí, buceando, encontré una soledad distinta. Una que no pesa, sino que libera. Una soledad clara, profunda, llena de sentido. Bajo el agua estoy conmigo, con mi respiración, con mi alma. No hay ruido, no hay prisa, no hay juicio. Solo lo esencial: respirar, observar, sentir.
Con los años entendí que la soledad no es una, sino muchas. Y que, en vez de temerla, podemos aprender a habitarla. Existen diferentes rostros de la soledad y algunos pensadores han sabido nombrarlos con una lucidez que resuena en mi propia historia:
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- La soledad existencial (Jean-Paul Sartre): Sartre decía que estamos solos porque somos libres. Nadie puede vivir la vida por nosotros, ni tomar nuestras decisiones. Esa libertad puede angustiar, pero también empodera. Nos obliga a construir sentido desde lo que somos, no desde lo que esperan de nosotros. Esa es una soledad que invita a la autenticidad.
- La soledad en compañía (Sigmund Freud): Freud hablaba de esa soledad que se siente incluso estando rodeado de gente. Cuando estamos en reuniones familiares o relaciones donde no hay conexión emocional real. Es la soledad que nace del desajuste entre lo que damos y lo que recibimos, entre lo que necesitamos y lo que no llega. Una soledad que duele porque nos sentimos invisibles.
- La soledad creativa (Haruki Murakami): Murakami encuentra en la soledad el terreno fértil para la creación. La compara con correr largas distancias: un acto silencioso, sostenido, profundo. Esa soledad elegida me resulta familiar. Es la que busco cuando escribo, cuando buceo, cuando necesito volver a mí. En ese espacio, las ideas brotan y la voz interior se aclara.
- La soledad heredada (Gabriel García Márquez): García Márquez nos muestra cómo la soledad también se transmite. Cómo a veces heredamos silencios, formas de amar contenidas, patrones emocionales que nos aíslan sin que lo notemos. Comprender esa herencia me ha ayudado a romper ciclos, a expresarme más, a enseñar a mis hijos a no temerle a sus emociones.
- La soledad impuesta (Hannah Arendt): Arendt distinguía entre la soledad elegida y el aislamiento impuesto. Este último ocurre cuando la sociedad nos desconecta, cuando perdemos la posibilidad de participar, de ser parte. Esa soledad no es introspectiva, es asfixiante. Me recuerda por qué valoro tanto los espacios de comunidad, de propósito compartido, de diálogo profundo.
He aprendido que la soledad no siempre es una enemiga. Es una maestra. Nos enseña a escucharnos, a ordenar lo que dentro está desordenado, a hacer las paces con quien somos cuando nadie nos ve.
Muchas culturas, desde hace siglos, han entendido la soledad de formas que hoy resuenan conmigo. Me conmueve ver cómo, en distintas latitudes, se le ha dado un lugar de sabiduría, de recogimiento, de verdad:
- En la tradición hindú, alejarse del ruido externo es parte del camino espiritual: el silencio no es vacío, sino puente hacia lo divino.
- En Japón, el concepto de Sabi celebra la belleza de lo solitario, lo simple, lo imperfecto. La soledad no es una carencia, sino un estado de equilibrio.
- Para muchos pueblos indígenas americanos estar solo es estar en escucha profunda. Los chamanes se aíslan no por huir del mundo, sino para regresar a él con visión.
- En la cultura nórdica, el invierno se convierte en metáfora de la introspección: una estación interior que no se teme, sino que se honra como tiempo fértil para el alma.
Mirarlas me ha ayudado a reconciliarme con mi propia historia. A entender que la soledad no es un error que hay que corregir, sino un estado que podemos habitar con dignidad, con gratitud.
Y que quizás, si aprendemos a caminar con ella, no estamos tan solos como pensamos.
¿Cómo he aprendido a manejarla?
Estas son algunas cosas que me han servido:
- Reconocerla sin miedo. la soledad, cuando se nombra, pierde poder: No se trata de huir, sino de preguntar: ¿por qué está aquí? ¿Qué quiere mostrarme? ¿Qué debo aprender?
- Tener fe: creer en algo más grande que uno mismo nos llena el alma. Nos recuerda que nunca estamos del todo solos.
- Buscar momentos de silencio con intención. a veces, el ruido externo —lo ocupados que estamos— no nos deja escuchar lo que más importa: nuestra voz interior.
- Rodearme de vínculos auténticos. no cualquier compañía acompaña. Hay compañías que te hacen más solo. He aprendido a cuidar relaciones que me sostienen, no que me agotan.
- Disfrutar de mi propia compañía: hacer planes conmigo misma, regalarme tiempo, encontrar alegría en lo simple.
- Dar sentido a esos momentos: que no sean espacios vacíos, sino terreno fértil para crear, para sanar, para crecer.
- Agradecer: incluso en la soledad hay cosas por las que dar gracias: una taza de café caliente, un atardecer, una memoria que reconforta.
Y para cerrar, quiero hablar de otra gran compañía en medio de la soledad: los animales. Ellos llenan espacios, logran acompañarnos en nuestros momentos más íntimos, nos dan paz. Quiero recordar a mis queridas mascotas, Olivia y Aretha. Ellas, sin palabras, sabían cuándo acercarse, cuándo simplemente estar. Me enseñaron que, en ocasiones, no necesitamos soluciones ni conversaciones, solo la presencia silenciosa de alguien que nos acompañe.
Porque, al final, no se trata de evitar la soledad, sino de aprender a no estar solos en ella.
María Carolina Hoyos Turbay, presidenta de Fundación Solidaridad por Colombia