Opinión
Cómo transformar la desesperanza aprendida desde la escuela
Transformar la desesperanza aprendida no es una utopía. Requiere de políticas públicas, inversión real en las escuelas y formación docente con enfoque humano. La esperanza no se impone: se cultiva, se acompaña, se enciende desde el aula.

En Colombia, miles de niños y niñas llegan a la escuela con historias que no caben en un libro. Vienen con cicatrices invisibles, cargando la idea de que esforzarse no sirve, que todo está predestinado y que los sueños son un privilegio reservado para otros. A eso se le llama desesperanza aprendida y está profundamente instalada en muchas de nuestras aulas.
Este fenómeno, estudiado desde la psicología, ocurre cuando una persona, tras repetidas experiencias de fracaso o rechazo, llega a creer que no importa cuánto se esfuerce porque nada cambiará. En el contexto educativo, se manifiesta en estudiantes que bajan la cabeza, que se aíslan, que no creen en sí mismos y sienten que el éxito simplemente no es para ellos. Más allá del bajo rendimiento, lo que aflora es un grito silencioso, una necesidad urgente de ser vistos y valorados.
Ante esto, la respuesta de la escuela no puede limitarse a contenidos curriculares. No basta con sumar clases, talleres o plataformas. La escuela debe ser un espacio donde las heridas se reconozcan, donde se vuelva a creer y educar signifique también acompañar, inspirar y dignificar. Existen comunidades educativas que, incluso con pocos recursos, han entendido esta misión y la han convertido en su propósito.
Modelos como el enfoque STHEAMI, que integra ciencia, tecnología, humanidades, arte, matemáticas, ingeniería e inclusión, son más que metodologías: son puentes que conectan el conocimiento con el ser. En su esencia está el mensaje de que todos los estudiantes, sin importar su origen, pueden crear, resolver, transformar, pertenecer.
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Cuando un niño participa en un semillero de investigación, cuando una niña aprende lenguaje de señas para comunicarse con sus compañeros, cuando un grupo diseña una solución tecnológica para su barrio, lo que ocurre no es solo aprendizaje. Es reconstrucción de identidad, es crecimiento interior. Es el momento en que el estudiante dice: “Yo sí puedo”.
Hay colegios en zonas vulnerables donde más del 90 por ciento de los egresados acceden a la universidad. Instituciones que han logrado alianzas internacionales, eventos de ciencia y cultura, y procesos sólidos de inclusión. Pero más allá de los datos, lo valioso es que esos logros nacen desde la comunidad, con el apoyo de familias, docentes comprometidos y estudiantes que decidieron soñar a pesar de todo.
Y, sin embargo, muchos de estos procesos siguen invisibilizados. No aparecen en rankings, no son foco de grandes titulares. Pero sostienen los hilos más frágiles del tejido social. Son ejemplos vivos de cómo una escuela puede cambiar no solo una vida, sino un entorno, una familia, una generación entera.
Por eso es urgente que la sociedad entienda que educar no es una tarea exclusiva del docente. Es una responsabilidad colectiva. Las universidades, los medios, las empresas, el Estado: todos tienen un rol en fortalecer los modelos que ya están generando impacto. No se trata de inventar desde cero, sino de creer en lo que ya funciona, de apoyarlo, de replicarlo.
Transformar la desesperanza aprendida no es una utopía. Es un reto alcanzable cuando hay políticas públicas que escuchan, cuando hay inversión real en la escuela, cuando hay formación docente con enfoque humano, y cuando hay voluntad para construir alianzas genuinas entre sectores. La esperanza no se impone: se cultiva, se acompaña, se enciende desde el aula.
Las aulas donde se están dando estas transformaciones no tienen reflectores, pero sí propósito. Allí se siembra el país que soñamos: uno donde cada niño tenga derecho no solo a aprender, sino a creer en sí mismo. Donde cada niña pueda liderar, proponer e inspirar a otros. Donde la educación sea sinónimo de libertad y de futuro.
Educar, en estos contextos, es un acto de resistencia. Es ir contra la corriente de la indiferencia. Es mirar a los ojos a un niño y decirle: “Tú sí puedes”. Y cuando eso ocurre, no solo cambia una historia: cambia el país.
Elizabet Barrera Sierra, rectora y fundadora del Liceo Lunita de Chía