
Opinión
Cuando la ley se divorcia de la moral
Vivimos tiempos de contradicción. Tiempos en los que lo legal no siempre es justo, y lo justo no siempre es legal. En los que nos hemos resignado a una moral de bolsillo: pequeña, acomodada y muchas veces silenciada.
Vivimos tiempos de contradicción. Tiempos en los que lo legal no siempre es justo, y lo justo no siempre es legal. En los que nos hemos resignado a una moral de bolsillo: pequeña, acomodada y muchas veces silenciada.
Nos hemos acostumbrado a una moral que no incomoda, que no cuestiona, que no exige coherencia entre lo que se dice, lo que se hace y lo que se permite. Este no es un problema nuevo, pero sí cada vez más evidente. Y para entenderlo mejor, vale la pena mirar más allá de los titulares y adentrarnos en una reflexión más profunda sobre cómo se construye, o se fractura, la cohesión social.
Existe una teoría que propone que toda sociedad se sostiene sobre tres pilares fundamentales: la ley, la moral y la cultura. Son como tres manos superpuestas que deben mantenerse alineadas para que la estructura no se derrumbe. Cuando estas tres se refuerzan entre sí, el sistema es estable. Pero cuando una se desajusta, cuando la ley deja de reflejar valores compartidos, o cuando la cultura valida lo que la ética condena, se producen fisuras que, con el tiempo, se convierten en grietas estructurales.
Podemos entender esta relación a través de cuatro escenarios posibles, según si una acción es legal o ilegal, y si es aceptada o rechazada moral y culturalmente:
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Legal y culturalmente aceptado: cuando la ley, la moral y la cultura coinciden en considerar algo correcto y deseable.
Legal, pero moral o culturalmente rechazado: cuando algo está permitido por la ley, pero la sociedad lo considera inmoral o contrario a sus valores.
Ilegal, pero moral o culturalmente aceptado: cuando algo prohibido por la ley se percibe como éticamente justificable o parte de una tradición aceptada.
Ilegal y culturalmente rechazado, pero moralmente aceptado: por ejemplo, en actos de desobediencia civil donde la ética respalda una infracción legal en nombre de un bien superior.
Este desacople entre lo legal, lo moral y lo cultural es lo que explica muchas de las tensiones que hoy vivimos. Cuando la corrupción se normaliza porque “todos lo hacen”, cuando se premia la astucia por encima de la ética, cuando se trivializa el dolor ajeno o se aplaude al más fuerte, incluso si ha pasado por encima de los demás. La desconexión entre la ley y la moral se vuelve entonces más que una contradicción: se convierte en una amenaza para la legitimidad del sistema en su conjunto.
Hace poco escuché una homilía que lo expresaba con claridad. Decía el sacerdote, con voz firme pero serena, que una sociedad entra en crisis cuando sus referentes morales se debilitan, cuando ya no hay consenso sobre lo que está bien o mal, y cuando la justicia se convierte en un juego de interpretaciones que favorece al más hábil, no al más honesto. Y entonces, la gente deja de creer. De creer en las instituciones, en las reglas, en la posibilidad de una vida mejor construida sobre la verdad.
No se trata aquí de volver a una moral rígida ni de imponer credos personales. Se trata de recordar que hay valores fundamentales que trascienden religiones, ideologías o partidos: la honestidad, la compasión, la solidaridad, el respeto por la vida, el sentido del bien común. Y cuando esos valores se diluyen, la legalidad sola no basta para sostener una sociedad.
Hoy tenemos un marco legal extenso, pero cada vez más hueco. Hoy es más fácil poner sobre la mesa la normalización de la corrupción que la idea de sembrar espiritualidad, o al menos ética, en los niños. Construimos una sociedad que, en lugar de rebelarse con argumentos y acción colectiva, a veces simplemente baja la cabeza, se adapta y repite resignada: “todos lo hacen.”
Pero no debería ser así. No todo vale. No todo es negociable. La integridad sigue siendo una decisión radical y urgente. El respeto sigue siendo el pegamento de una sociedad en armonía. Y en medio de tanto relativismo, sigue siendo un acto profundamente revolucionario elegir lo correcto aunque no sea lo conveniente, decir la verdad aunque incomode, oponerse a lo injusto aunque implique pérdidas.
Como sociedad, necesitamos tener una conversación más seria sobre lo que estamos validando, sobre los ejemplos que aplaudimos, sobre los discursos que consumimos sin filtro. Necesitamos líderes que no solo cumplan la ley, sino que la honren desde principios rectores. Necesitamos medios que incomoden al poder, no que lo adornen. Y necesitamos ciudadanos capaces de mirarse hacia adentro y preguntarse, con honestidad: ¿hasta qué punto he cedido mis propios valores por encajar, por ganar, o simplemente por sobrevivir?
Una sociedad no se reconstruye con más leyes, sino con más conciencia. No con castigos más duros, sino con convicciones más firmes. No con discursos, sino con ejemplo.
¿Y por qué decidí escribir sobre esto? ¿Por qué preocuparnos? Porque la indiferencia también educa. Porque lo que hoy toleramos con silencio, mañana será norma. Porque si no lo decimos, si no lo señalamos, si no lo corregimos, terminamos aceptándolo.
“El mejor momento para plantar un árbol fue hace 30 años. El segundo mejor momento es hoy.” Una nación no se levanta sobre normas vacías, sino sobre corazones despiertos. Hoy es el día para comenzar a cuestionar, a incomodar, a vivir con más coherencia.