In Memoriam
Sly Stone y Brian Wilson: historia paralela de dos genios musicales y dos caras del extraño sueño americano
La muerte de dos figuras trascendentales de la música en el siglo XX obliga a repasar sus legados sonoros y anotar cómo, en la manera en la que se relatan sus historias, se revelan aún desigualdades.

Son dos historias forjadas en sonidos inmortales, de vidas pioneras marcadas por el talento y por el yugo de la fama, la autoexigencia y la atención. Repasándolas, los paralelos se hacen más y más evidentes. Sylvester Stewart, conocido como Sly Stone, nació en 1943 en Texas, pero se crio desde pequeño en California. En ese mismo estado (que hoy recibe todo el escarnio del trumpismo), en Hawthorne, nació en 1942 Brian Wilson, hermano mayor de tres. Nacieron con un año de diferencia, cambiaron al mundo con su música y murieron con un día de distancia, a los 82 años, la semana pasada.
Stone y Wilson fueron monedas distintas del mismo inmenso valor, y si bien cayeron presas de fenómenos similares, quedó en el aire el debate sobre por qué se los juzgó distinto cuando se alejaron del ojo público: a uno se lo tildó de adicto, al otro de enfermo.
Quizá, la respuesta es tan sencilla como la que recientemente dio Greta Thunberg, sobre por qué a nadie le importa lo que sucede en Gaza: “Racismo”. Quizá haya diferencias también, y una sensatez de la que Wilson dio más pruebas que Sly al explicar su condición. Es más fácil reconocerse enfermo que adicto.

Sin embargo, mucho antes de esas tribulaciones, en los años sesenta y setenta, Sly Stone y Brian Wilson impactaron el panorama cultural y social como creadores y compositores líderes de agrupaciones de vanguardia como Sly & the Family Stone y The Beach Boys. Ambos lo hicieron a su manera, pero con música jovial y poderosa que marcó a un planeta desde la posibilidad de un mundo más alegre y armónico. Misma misión, distinta visión. Uno nació del sueño californiano y evolucionó; el otro consiguió una integración sonora sin barreras.
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En ese orden de ideas, Stone y Wilson también fueron un par de proyecciones distintas del sueño americano, que luego se fue revelando en una mera ensoñación y también una pesadilla. Más allá de sus arcos humanos, a los que no les faltaron vaivenes, su contribución a las artes y su poder de influencia sobre artistas de generaciones venideras es inconmensurable.

Su catapulta primordial y compartida fue el talento y una obsesión a la vez empírica y estudiosa por la música. Pero ambos genios musicales también se apoyaron en sus hermanos y hermanas para configurar los ensambles con los que se forjaron un lugar. Wilson, creador y gestor de The Beach Boys, cerebro obsesivo detrás de sus sonidos y sus armonías vocales, integró a sus hermanos, Dennis y Carl Wilson; a su primo Mike Love y a su amigo Al Jardine, para tener más voces y darle vuelo a su aventura.
Por su parte, luego de pavimentarse un camino como un reconocido DJ radial en San Francisco, Sly Stone empezó a vibrar con la idea de componer su propia música, y en ese punto integró a su hermano Freddie en las guitarras y a su hermana Rose en voces y piano. Con ellos, bajo un aire familiar, reclutó a un combo que rompió barreras con un sonido que aún impacta: mueve fibras, con sabor, virtud y mensajes sobre una sociedad más “parada” y digna. En un país como Estados Unidos, marcado por una segregación brutal, Stone abrió camino con una banda de músicos blancos y negros, borrando barreras entre géneros, entre soul psicodélico, funk, blues y rock, con bases de góspel.

Liderando la marcha, componiendo las bases junto con sus hermanos y colegas de banda, Sly cautivó a millones de personas que se morían por escuchar más de él. Y mientras canciones como “Dance to the Music” le dieron la entrada en radios negras y en radios blancas, un hit como “Everyday People lo elevó”. Estas canciones aún son capaces de mejorar un día con un sencillo play. Y si de sentirse vivo se trata, basta recurrir a la avalancha que es “I Want to Take You Higher”.
Fueron dos caras sonoras del sueño americano: una dio banda sonora al sol y la otra creó una onda capaz de destruir barreras raciales.
Como varias antes, mucho más cortas, las vidas de Stone y Wilson son muestra de los costos, presiones, manías y megalomanías que vienen con ser un músico precursor, de inmenso talento y reconocimiento. Los picos de fama cambiaron algo. A Wilson, la atención y el ritmo de presentaciones en público le desencadenaron episodios de esquizofrenia que marcarían el resto de sus días, y que el consumo de sustancias psicoactivas le disparó.
A Sly Stone, la fama exponencial que le significó ser la estrella (inesperada y avasallante) del festival de Woodstock 69 (donde puso a responder a 400.000 personas y la leyenda dice que el rugido gozoso se escuchó a una milla de distancia), descontroló aún más su hábito de consumo y empezó a llevárselo por delante. Y las familias empezaron a separarse, porque no hay ni amor ni buenas memorias que aguanten.
Así que los paralelos entre estos genios vienen de la época en la que se elevaron a íconos, del canal que usaron (la música), de los abismos profundos en los que cayeron y de cómo, si bien en momentos distintos, se alejaron de la vida pública para tratar de recuperar algo de paz (y extender sus vidas evitando los finales trágicamente comunes en el mundo de la música).

El talento los tocó desde temprano. El sonido fue para ambos una obsesión natural, que los impulsó a descubrir y a experimentar. Wilson confesó que su escuela fue, en gran parte, de muy joven, descifrar lo que hacía un grupo como The Four Freshmen, desde las melodías vocales y las armonías. Analizó a nivel de disección uno de sus trabajos musicales, y desde esa autoescuela empezó a volar. Creó desde entonces sus melodías, invitando (a veces a la fuerza) a sus hermanos a sumarse.

Ese grupo de hermanos que cantaba cuando iba en la parte de atrás del auto, acompañando a sus padres hacia cualquier destino, iba a tomar ese destino. Y crearon, pasando por las armonías de su primer hit, “Surfin’”; y crecieron para volverse la banda sonora del sol californiano, que se reconoce en “Surfin’ U.S.A.”. Pero su mayor logro fue su undécimo disco, Pet Sounds (1965), aún hoy considerado una obra maestra, que desde su apertura, “Wouldn’t It Be Nice”, marca el sello de una era.

Del otro lado, un maestro en varios instrumentos, así como en la voz, Sly creció bajo la influencia de los coros de iglesia, donde fue entendiendo cómo manejar ensambles. En el colegio pulió su amor por la música tocando y, al salir, cuando optó por la educación superior, uno de sus profesores lo marcó poderosamente. Según dijo Sly, le enseñó años de música en meses y luego lo animó a salir de ahí y crear lo que estaba destinado a crear. Y cuando se hizo un espacio como DJ radial de avanzada y fue labrando la pista en San Francisco para crear su propio estilo, hizo historia. Inédito, mágico, creó algo que solo él pudo detener.
No existiría la música de un genio como Prince sin el sello generacional y emocionalmente fiestero de Sly y su familia de piedra. No existiría una canción perfecta, como “God Only Knows”, de The Beach Boys, que Paul McCartney considera su favorita, sin Brian Wilson y su genio obsesivo y su fragilidad. A ambos se les agradece en paralelo por la música y sus lecciones de vulnerable humanidad.
