Orientación sexual
“Los días más oscuros”: el testimonio del colombiano que estuvo en una terapia de conversión para gays en Estados Unidos
Juan Viana cuenta lo que vivió en una terapia de reconversión. “Cuando salí del clóset, los líderes de la Iglesia acudieron a salvarme. (...) Terminé aislado, con toda la vida embutida en una maletita empacada en el afán del miedo al infierno”. Se debate prohibir esos procedimientos.
Un proyecto del representante Mauricio Toro levantó un avispero en el país. El congresista de la Alianza Verde propone ponerles fin a las controvertidas y crueles terapias de reconversión para la comunidad LGBTI y establecer que ni la orientación sexual ni la identidad o expresión de género de nadie serán consideradas como factores para valorar la salud mental.
El tema, que en pleno siglo XXI debería no tener ni siquiera discusión, le provocó recusaciones al congresista y encendió una polémica nacional. Las terapias de reconversión han sido catalogadas por las Naciones Unidas como una forma de tortura, y el organismo ha pedido a todos los países “colaborar para instaurar su prohibición mundial”. En algunos informes han catalogado estas prácticas como “inherentemente discriminatorias, crueles, inhumanas y degradantes”.
Juan Viana, un colombiano que participó en una terapia de conversión en su juventud en Estados Unidos, decidió compartir con SEMANA su experiencia, sus dolores y las secuelas que dejan de por vida estos procedimientos. Asegura que decidió contar su historia para aportar a este debate nacional y que se prohíba de una vez. “La mal llamada terapia de conversión es innecesaria, cruel y degradante. No tiene justificación alguna”, sostiene.
“Mi orgullo, una luz inconvertible”
“Mi niñez evolucionó de domingo en domingo. Primero fueron las tardes de misa católica, a la que asistía desde la puerta de la iglesia para poder jugar con mi hermana. Después vinieron los servicios cristianos de cuatro horas, que empezaban a la media mañana de la fría Bogotá.
Nací católico, bautizado bebé, y luego fui otra vez bautizado cristiano. Disfrutaba de la comunidad que la Iglesia cristiana ofrecía. La esposa del pastor tocaba el piano, la gente se abrazaba en la entrada, los ujieres sonreían y se sentía la energía envolvente de la alabanza. Era mágico. Mi parte favorita del servicio era la clase de Biblia. La dictaba un gringo aspirante a pastor. Un hombre albino, de pelo blanco, ojos azules y pestañas transparentes.
La Iglesia era liderada por inmigrantes gringos, que hablaban español trabado. Eso le daba caché, pero también obligaba a escuchar atentamente, a mirar a la cara al que hablaba, para que no se fuera uno a confundir entre el Evangelio de Juan y el number one. Yo era uno de esos alumnos que ninguno de los aspirantes a pastor quería tener. Preguntaba mucho y de manera honesta porque desde joven he sido más un buscador de respuestas que un creyente de dogmas. Creo que es el efecto de la profunda formación humanista de mi colegio.
Durante la adolescencia, para canalizar los sentimientos de manera segura, comencé a escribir cartas a mis amores, aunque ellos no supieron haber sido amados. Fueron largas noches, millones de imágenes, decenas de besos que nunca existieron más que entre la pluma y la tinta. Ahora sé que todo lo que guardé pensando ingenuamente que iba a morir y a desaparecer en verdad se pudrió, nubló mi mente, intoxicó mi corazón.
Escribir dejó de ser suficiente, no bastaba, era apenas una válvula. Un buen día, los sentimientos fermentados cobraron vida propia. Cuando salí del clóset, los líderes de la Iglesia con su ‘conocimiento’ acudieron a salvarme. En medio de esa urgencia por recuperar la ‘gracia de dios’, terminé aislado, con toda la vida embutida en una maletita empacada en el afán del miedo al infierno.
Cuando me di cuenta, estaba llorando solo, en medio de la nada, en un apartado lugar en Virginia, Estados Unidos. Aterricé en una terapia de conversión para homosexuales. Fueron los meses más oscuros de mi vida. No solo porque vivía en un sótano, sino porque sentí que toda la luz que había cultivado en años de misas católicas, de alabanzas dominicales, de lecturas evangélicas, me había abandonado.
El diagnóstico de los ‘terapeutas’ se dividía en dos. Primero, creían que ser homosexual era un comportamiento compulsivo, adictivo y autodestructivo. Y segundo, que su causa era el demonio que vive dentro de la persona homosexual.
La estrategia para supuestamente curar mi condición mezclaba varias operaciones sobre las tres esferas esenciales de la persona: el cuerpo, la mente y el espíritu. La ‘terapia’ incluía, en efecto, presiones físicas, indignas sesiones para reprogramar la mente, y prácticas supuestamente espirituales para romper la posesión demoníaca que, según ellos, determinaba mis decisiones.
Todo alrededor de esas ‘terapias’ me resultaba doloroso. Especialmente, cuando recordaba que no había nada adictivo ni autodestructivo en mí. Yo pasé toda la universidad sin probar el alcohol o las drogas, siempre fui el conductor elegido. Para mí, lo más cercano a la adicción era comer brownie con helado dos veces a la semana, y lo más autodestructivo que había vivido eran los carritos chocones.
Yo pensé que los empujones en el colegio y el bullying interminable me habían entrenado para soportarlo todo. Pero no fue así. Mi corazón estaba aplastado. Las voces se conjuraban para exorcizarme, el silencio se llenaba siempre con el llanto, y cada mirada me señalaba como si yo fuera un monstruo. Lo único que lo resolvería era dejar de existir. Quería quitarme la vida para que los demás no sufrieran, para liberarme, para que la supuesta abominación desapareciera. Sin luz no valía la pena vivir.
Cualquier persona, independientemente de su identidad de género, en algún momento puede enfrentarse a un vacío espiritual y buscar refugio en las comunidades religiosas. Pero para mí, como parte de la comunidad LGBTIQ+, después de años de discriminación que me forzaron a esconderme y a pensar que mi identidad sexual destruía mi espiritualidad, esa vía religiosa me dejaba como único camino el castigo, el dolor y la negación propia.
Estas ideas podrían llevar a cualquiera a someterse ‘voluntariamente’ a una terapia como esa, o a vivir en un entorno en el que siempre sería el ‘pobre chico enfermo’. Mi familia, a la que amo profundamente, me ayudó a salir de ese lugar y regresar a casa. Hoy muchos de mis familiares practican la fe cristiana y sabemos que el amor divino es superior a las pequeñeces de la mente humana y a la oscuridad de los intereses políticos. Quiero ser totalmente claro.
La mal llamada terapia de conversión es innecesaria, cruel y degradante. No tiene justificación alguna. En todo caso, no es obligatorio acudir a la religión para vivir un camino espiritual. Como dijo Teilhard de Chardin, filósofo jesuita francés, ‘La Espiritualidad es encontrar a Dios en nuestro interior durante toda la vida’.
Yo, por ejemplo, estoy seguro de que soy un ser espiritual en una experiencia humana. La mía, mi experiencia humana, es homosexual. La oscuridad necesita ser total para existir, pero para la luz una chispa basta. Siempre tendré mi luz disponible para ofrecer esa chispa que vence la oscuridad. Estoy orgulloso de mi luz, de nuestra luz divina, de compartirla. Ese es mi verdadero orgullo”.