Testimonio

Vicky Dávila lanza su nuevo libro: SEMANA reproduce uno de los capítulos más emotivos

Vicky Dávila, en su nuevo libro, rememora la historia de vida con Juan Carlos Ruiz, su primer esposo, quien falleció tras someterse a una cirugía cerebral “que se complicó por una bacteria que lo atacó de una manera que nadie se explica”. Apartes de este capítulo.

26 de abril de 2025, 7:37 a. m.
Vicky Dávila lanzará su nuevo libro en la FilBo. | Foto: Cortesía Grupo Planeta

Mami, Juan Carlos se murió”. Hacía apenas unos segundos había salido del cuarto de cuidados intensivos. Acababa de despedirme del papá de mi hijo Simón, del hombre del que me enamoré locamente por primera vez.

“No más, ya déjenlo en paz”, les pedí a los médicos que, incesantes, trataron de reanimarlo durante veinticinco minutos después de que su corazón se detuvo. Desesperados, una y otra vez le hicieron masajes en el corazón, le pusieron choques eléctricos en el pecho. No lograron revivirlo. Se fue... se murió. A Juan Carlos le dieron dos paros cardiacos cuando llevaba dieciséis días internado en el hospital San Ignacio de Bogotá, tras someterse a una cirugía cerebral que se complicó por una bacteria que lo atacó de una manera que nadie se explica, ni siquiera los médicos.

Juan Carlos tenía tan solo treinta años y nuestro hijo Simón apenas llegaba a los tres meses de nacido. Todo era tan absurdo que cuando cumplíamos un año de casados Juan Carlos ya no estaba para celebrarlo. Perderlo me estrelló contra la vida, pulverizó mis sueños. Es que todo fue tan vertiginoso, tan inesperado, porque en los más de cinco años que llevábamos juntos no mostró síntomas de nada. Supe que algo le pasaba en septiembre de 2001, cuando me comentó que uno de esos días, al salir del parqueadero subterráneo del edificio donde vivíamos, misteriosamente le costó trabajo ver la claridad otra vez. Que por unos instantes se quedó en negro al salir a la luz.

Inmediatamente conseguí una cita con el oftalmólogo. Lo examinó y le dijo que estaba perfecto, aunque lo mandó donde el neurólogo, que lo examinó en el consultorio y también dijo que lo veía muy bien. Sin embargo, le sugirió ir donde un neurocirujano. Fue a ver al doctor Remberto Burgos, considerado una eminencia en la neurocirugía en Colombia, quien ordenó varios exámenes, incluida una resonancia cerebral. Los resultados salían justo el día que íbamos a bautizar a Simón y nos sentíamos muy felices, pero nunca imaginamos que estaba por empezar la peor tragedia de nuestra vida. Antes de la ceremonia, Juan Carlos fue a recoger los exámenes porque el bautizo era a las once de la mañana, pero poco antes de esa hora llamó y me dijo que todo había salido mal. “Esto es grave, esto es de cirugía, tengo una malformación arteriovenosa”, dijo apesadumbrado. Me volví loca. Llamé al sacerdote y le pedí aplazar un par de horas el bautizo del niño mientras Juan Carlos llegaba. Las manos me temblaban y no podía parar de llorar. “Dios mío, ¿por qué nosotros, por qué Juan Carlos?”. Conservo las fotos de ese día y todavía hoy, más de veinte años después, no puedo verlas sin que se me llenen los ojos de lágrimas. Esas imágenes reflejan el drama que vivíamos. Tenía la cara lavada y una expresión que aún me duele mucho. Es que francamente no daba crédito a la posibilidad de que Juan Carlos tuviera un problema en la cabeza de tal magnitud, sobre todo porque se veía en perfecto estado.

Vicky Dávila, emisora
Vicky Dávila habla de su libro. | Foto: Suministrado a Revista Semana

La situación era muy complicada y por eso no dudé en proponer que vendiéramos nuestro apartamento de dos habitaciones —del que debíamos la mayor parte— en Chapinero Alto. Quería que nos fuéramos a Estados Unidos para que lo trataran, pero él no estuvo de acuerdo. Muy iluso pensar que con tres pesos lo iban a operar en un hospital estadounidense. “Vicky, nosotros queremos que nos digan que con una pastilla esto se me va a quitar, pero esto no se me va a quitar”.

Acompañados por Sandra, una de las amorosas hermanas de Juan Carlos que es médica, fuimos al consultorio del doctor Burgos, quien revisó una a una las imágenes de la resonancia y dijo confiado: “No te preocupes, en ocho días vas a estar muy bien, vas a poder volver a tu trabajo muy rápido”.

Hicimos los preparativos que nos pidieron y me parece verlo todavía despidiéndose de Simón. Mientras me cepillaba los dientes, parada en la puerta del baño de nuestra habitación, Juan Carlos se sentó en el borde de la cama y le dijo con voz dulce: “Nené, yo vuelvo, espérame y cuida a tu mamá”. Ese momento se me quedó en el corazón. Él no pensaba que iba a morir y sé que soñaba con criar a su hijo que tanto había deseado. El día que el niño nació, apenas lo vio se acercó llorando a la camilla, me miró fijamente y me dijo: “Tiene los ojos igualitos a mí”. Verlo despidiéndose de Simón fue sobrecogedor. Mi mamá se quedó con el bebé y nos fuimos para la clínica. Juan K, como le decíamos casi todos en la familia, entró caminando y no llevamos maleta ni nada porque le hicimos caso al médico, que había dicho que nos haría saber qué se necesitaba.

Un diagnóstico aterrador

Era el 3 de octubre de 2001. Nos despedimos, me dio el último beso y entró confiado al hospital. La cirugía empezó a primera hora en la mañana, quizá una hora después de llegar. El médico había previsto que sería cuestión de tres o cuatro horas, pero cuando abrieron el cerebro encontraron algo mucho más grave que lo que reflejaban los exámenes diagnósticos. Semejante hallazgo los obligó a extender la cirugía por unas diez horas. Ese día fui tantas veces a la capilla del hospital, recé tanto, le pedí tanto a Dios que no lo dejara morir, que preservara su vida… Aún recuerdo cuando vi salir del quirófano al doctor Burgos, sudoroso, extenuado, y con una expresión en la cara que lo decía todo. Las cosas no habían salido bien.

Vicky Dávila
Vicky Dávila. | Foto: JUAN CARLOS SIERRA PARDO-SEMANA

Juan Carlos tenía una malformación arteriovenosa de grado cuatro y no dos o tres, como mostraban los exámenes. El diagnóstico era aterrador. Las imágenes y recuerdos del tiempo que había estado con Juan Carlos llegaron a mi memoria y me paralizaron mientras veía de lejos, a través del vidrio, cuando lo sacaban del quirófano.

Nos habíamos conocido cuando llegó a trabajar en el Noticiero QAP, donde yo era reportera de orden público. Él, canchero, era dos años mayor que yo y cubría la fuente de la Fiscalía. Al principio tuvimos una relación más bien tensa, especialmente porque a veces terminaba haciendo notas con el material que otros habíamos trabajado. En aquel entonces no entendía que eso era lo que se hacía para agilizar las notas del noticiero, pero ahora que he sido jefe sé cómo son las cosas. Hasta que cualquier día yo estaba sola en la redacción y acababa de colgarle el teléfono a un mal amor. Se acercó, me tomó de la barbilla y me levantó la cabeza. Cuando me vio llorando dijo: “No llore por ese hijueputa”. Sin saberlo, ahí me enamoré. Desde ese momento estuvo pendiente de mí y fue muy amable. Era diciembre y una semana después llegó la fiesta de fin de año del noticiero. Esa noche bailamos y pasamos felices porque Juan Carlos era alegre, muy rumbero y bailador y yo, supersalsera. Nos entendimos de maravilla. Al día siguiente tenía novio nuevo y estaba loca de amor. Creo que en los cinco años que estuvimos juntos bailé más de lo que había bailado en toda mi vida. Vivimos un año antes de casarnos, luego Simoncito llegó de sorpresa y cuando apenas disfrutábamos a nuestro bebé, Juan Carlos estaba en peligro de muerte. Una historia de no creer.

La dura realidad me sacó abruptamente de tantos recuerdos y me regresó al momento en que entraban a Juan Carlos a cuidados intensivos. Sentí la peor angustia de toda mi vida. La peor. Estaba intubado, en coma inducido, y se veía más muerto que vivo. En ese momento sentí que mi vida se iba con la de él. ¿Qué le iba a decir a nuestro bebé? Yo necesitaba a Juan Carlos y Simón aún más. Fui a un rincón del pasillo, lloré desconsolada mientras apoyaba la cabeza contra la pared. Luego entré a cuidados intensivos y apenas lo vi, irreconocible, conectado a mil aparatos, inmóvil, inflamado y tan frágil, me desmayé. Me reanimaron, pero me desplomé de nuevo y solo en el tercer intento pude quedarme ahí, con él. El médico de turno intentó, pero no logró tranquilizarme.

Esa noche, el neurólogo me dijo que se proponía despertarlo en cuarenta y ocho horas. Era ya 5 de octubre de 2001 y fui a la peluquería a peinarme porque quería que cuando abriera los ojos me viera bonita. Pero no fue posible. Empezaron a despertarlo y sus pulmones no respondieron sin ventilador, así que tuvieron que volver a dormirlo en estado de coma inducido. Habían descubierto que Juan Carlos había adquirido neumonía por cuenta de una bacteria intrahospitalaria muy agresiva. Todo se estaba complicando y por eso tuvieron que dejarlo conectado al respirador. Por desgracia, nunca volvió a despertar de ese sueño profundo que muy pronto lo llevaría a la muerte.

Vicky en Semana, en las regiones
Entrevista a Vicky Dávila. | Foto: JUAN CARLOS SIERRA PARDO

A partir de ese momento, todos los días llegué al hospital a las seis, a las siete, a veces a las cinco de la mañana y me iba a las diez de la noche. Me quedé con el niño en el apartamento porque Juan Carlos me hizo prometer que lo esperaríamos allí. Por esa razón dejaba al bebé en la casa de mi mamá y lo amamantaba cuando me iba y cuando llegaba. Pero sucedió que el niño empezó a despertarse súbitamente en la madrugada, gritaba y lloraba, y no dormía tranquilo. Consulté con el doctor Juan Perna, el mejor pediatra del mundo, y me aconsejó quitarle el seno porque le estaba transmitiendo la mala energía y la adrenalina acumuladas por el drama que estábamos viviendo.

En aquellos primeros días de tanta desolación, opté por grabar en las madrugadas a Simón mientras lo despertaba para llevarlo a la casa de mi mamá. “¿Qué dice el bebé de mamá? ¿Qué le va a decir a papá?”, le preguntaba mientras grababa su a gu gu, sus balbuceos, su llanto. Durante el día ponía a sonar el casete en una grabadora pequeñita de esas de tecla para que Juan Carlos lo escuchara y se aferrara a la vida, para que se llenara de motivos. Qué podía ser más fuerte que escuchar a su hijito y sentir que lo esperaba en la casa.

A veces creo que por momentos Juan Carlos tuvo algo de consciencia porque cuando yo le decía en voz baja y al oído “si quieres que me quede apriétame la mano”, él movía su mano. También le decía “si me entiendes, levanta la pierna”, y la levantaba un poquito. En esos instantes pensaba que lograría recuperarse...