EDITORIAL

Presidente Duque: la violencia no cura la violencia

Iván Duque, algunos medios, y ciertos sectores sociales y políticos han evadido una toma de posición clara sobre una eventual intervención armada en Venezuela. Nuestra postura es que la violencia no cura la violencia.

25 de febrero de 2019

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Ahora que un incómodo tufo guerrerista se viene apoderando de Colombia, vale la pena recordar que el pensamiento una y otra vez ha servido, cuando no para detener el ímpetu de quienes quieren la guerra, sí para producir una reflexión sobre su inutilidad, su inmoralidad y su destrucción. En días recientes, el presidente Iván Duque, algunos medios y ciertos sectores sociales y políticos han optado por evadir tomar una posición clara sobre una eventual intervención armada en Venezuela, y por dejar la impresión, a veces soltando risitas triunfalistas, de que en caso de que la hubiera no habría de qué preocuparse.

Estas escenas absurdas hacen recordar al filósofo Bertrand Russell y su lucha por sensibilizar a la gente, hace cien años en Gran Bretaña, frente a las consecuencias de una confrontación armada. Transcurría la Primera Guerra Mundial, y Russell, asombrado por el triunfalismo de políticos, periodistas y ciudadanos, publicó una serie de ensayos a favor del pacifismo. El pacifismo, escribía, busca la paz no para garantizar el orden o la seguridad ni para asegurarles a ciertas personas su tranquilidad, sino para que todas las vidas humanas puedan “florecer”, “pues lo que motiva a un pacifista es la hermandad de los humanos”. En otro texto escribía, en el mismo sentido, que quien atiza la guerra se opone a la civilización y, por ende, es inmoral. La violencia –y esto lo deberíamos saber muy bien todos los colombianos– no cura la violencia.

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Detenerse en los argumentos del pacifismo puede ser útil para una sociedad que, de manera sorprendente, parece todavía capaz de dudar sobre si la violencia contra el otro es justificable. Y es útil, en primer lugar, porque recientemente cierta retórica ha venido fortaleciendo en nuestro país el mensaje de que una guerra puede ayudar a “liberar a un pueblo” (el venezolano). Esta idea, sin embargo, es un precipicio. Imaginar empuñar las armas para favorecer a “un pueblo”, arguye Russell, parte del error de pensar que ese “pueblo” es un conjunto de personas que piensan igual, y tiene la consecuencia de que quien no cabe ahí puede ser odiado y repudiado, expulsado del dominio humano y, al final, aniquilado. Este riesgo se ahonda si el poder y los medios se unen para fabricar ideas, revolver emociones colectivas y crear un “enemigo”. Por esa vía, por ese desbarrancadero, la guerra justa se convierte en una guerra terriblemente injusta, guiada por el odio.

En segundo lugar, Russell recomienda mirar cómo se han justificado las guerras y las intervenciones militares a lo largo de la historia. Su examen muestra que las razones siempre serán insuficientes. A la guerra el ser humano humano ha ido por el deseo de colonizar al otro y someterlo a una visión de mundo que considera mejor; por defender un principio (la democracia, por ejemplo) ignorando que al usar la violencia para defenderlo, a la vez, lo contradice y lo destruye; y también por una cuestión de ego o, como Russell la llama, de “prestigio”: hacer la guerra por el deseo de triunfar y la necesidad de usar ese triunfo a favor de un interés particular. Las coincidencias de estas conclusiones con el ambiente que se respira en Colombia por estos días no son gratuitas. Solo miremos la reacción que hubo ante el endurecimiento del discurso de Duque sobre Venezuela: se disparó su aprobación, es decir, le sirvió a él. Y únicamente a él.

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El hambre y la corrupción, la ilegalidad y la violación de los principios democráticos en Venezuela son realidades innegables, indignantes y deshumanizantes. Pero abogar por la democracia y el orden a través de la guerra es, como escribe Russell, “repetir, en una escala más vasta y con resultados más trágicos, el error de quienes han usado cuchillos o bombas” para cambiar las cosas. Gústenos o no, el chavista más extremo forma parte de la humanidad, y con humanidad y legalidad hay que tratarlo. El apoyo al proceso democrático, el diálogo pacífico (que por serlo no debería dejar de ser enérgico) y ciertas sanciones son necesariamente el camino.

Hace un siglo, Russell poco pudo hacer para detener el baño de sangre de la Gran Guerra (“nunca antes tantas personas habían estado luchando en una guerra, y nunca antes una guerra había sido tan mortal”), pero opinar en contracorriente le costó. Perdió su trabajo en el Trinity College de Cambridge, le fue prohibido visitar zonas costeras por ser “un riesgo para la seguridad” y, finalmente, en 1918, terminó encarcelado durante seis meses por posible perjuicio a “Su Majestad”. Un año después del fin del armisticio, ya fuera de la cárcel, retomó sus críticas y las mantuvo por el resto de su vida. En 1961, con 89 años, volvió a estar en la prisión tras protestar contra el proyecto nuclear. Ojalá en un año este editorial pueda verse como una exageración, como un ejercicio efímero de un grupo de periodistas que imaginaron, por un instante, lo peor. Ojalá, felizmente, pueda ser olvidado.