Crítica de música
El caso “Jimmy”: por qué el Met tardó meses en despedir a James Levine
A propósito de la salida oficial del legendario director de orquesta, que se dio el 12 de marzo de 2018, Emilio Sanmiguel explica lo ocurrido.
"Me hace feliz haber triunfado”, le dijo James Levine en 2004 a una periodista. Hablando de su futuro manifestó: “Si vivo lo suficiente, me gustaría llegar a trabajar nueve meses al año y disponer del resto del tiempo para hacer las cosas que me apetezcan”.
Nada salió como proyectaba. Dos años después, durante la ovación, tras una presentación con la Sinfónica de Boston, se fue al piso, fue sometido a una cirugía y su mundo empezó a derrumbarse, su salud se deterioró y tuvo que renunciar a la dirección titular de la orquesta. Por lo mismo se retiró de la Metropolitan Opera de Nueva York por dos años para regresar en 2013. Por sus condiciones físicas limitadísimas, se instaló para él un complicado artilugio que permitía el ingreso de su silla de ruedas al foso de la orquesta que luego, al final, le elevaba para recibir la ovación del auditorio. Porque cómo ovacionan en la Met…
Como la situación era insostenible, a finales de 2016 el teatro anunció el final de su mandato, y le nombró director emérito. El público de nuestras ciudades le vio en la retransmisión de La flauta mágica de Mozart en 2017.
El 3 de diciembre del año pasado, Levine dirigió el Réquiem de Verdi y al día siguiente el bombazo: la Met anunció la cancelación de todos los compromisos con el director de 74 años y su desvinculación, tras 40 años. Luego de una “investigación exhaustiva de tres meses” se demostró el abuso y acoso sexual a adolescentes y jóvenes artistas durante el extenso lapso de su vinculación: “La Met reconoce que Levine abusó de su poder, es inapropiado e imposible que continúe trabajando con nosotros”. Asunto gravísimo que se ventilaba en los corrillos líricos desde 1979.
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Qué final para la carrera de este norteamericano que en la década de los ochenta era el más notable protegido de Herbert von Karajan, con quien compartía las ambiciones comerciales de la industria de la música y el “ideal supremo de la belleza del sonido”. “Karajan es mi ideal”, decía. Aunque se cuidaba de no imitar la pose estática del salzburgués en el podio, sí practicaba, con bastante éxito, esa obsesiva búsqueda de un refinamiento musical absoluto.
A la muerte de Karajan se especuló que sería su sucesor. Cosa que no ocurrió. La verdad es que, a pesar de apariciones en eventos de la importancia del Festival de Bayreuth y el de Salzburgo, su reputación como director sinfónico nunca logró deslumbrar a los europeos. Inteligente, consolidó sus cuarteles de invierno en Nueva York luego de la depresión que le causó que los filarmónicos berlineses ni siquiera consideraran su nombre para el trono de Karajan.
Continuó allí y con inefable paciencia elevó el nivel de la orquesta a una categoría sin precedentes, y en un momento de escasez de verdaderas estrellas de la ópera se dio a la tarea de organizar los elencos de su teatro con una ingeniosa mezcla de voces europeas y norteamericanas. Salvo unas pocas excepciones, “los elencos de Levine no poseían las voces potentísimas y las colosales personalidades que por lo general se asocian con los divos de la lírica”. Aun así, hizo de él mismo una fábrica que llegó a proveer de voces a los teatros de Europa.
Así nació el mito de Jimmy, el todopoderoso, por cuya atención competían los grandes cantantes que se reunieron en una gala en Nueva York para celebrar sus 25 años al frente de la dirección de la casa. “[Es] uno de los directores con quien más disfruto trabajando, es maravilloso ver su cara risueña en el foso y saber que disfruta, más que nadie, lo que a ti te está saliendo bien”, dijo Plácido Domingo, por solo citar un caso de esos halagos, que ya nunca más volverá a oír. Porque ahora, en la desgracia, todo es silencio y todas las organizaciones musicales apenas se limitan a avisar que lo han desvinculado de sus actividades. Triste final.