
Opinión
Zona binacional con Venezuela: la soberanía en juego
Resulta especialmente inquietante que este memorando se haya firmado justo cuando se cumple un año del cuestionado proceso electoral que ratificó a Maduro en el poder.
La notoria disparidad entre los anuncios del presidente Nicolás Maduro y la versión del gobierno de Gustavo Petro sobre la creación de una “Zona Especial Binacional de Desarrollo y Paz” revela una inflexión preocupante en el alineamiento geopolítico de Colombia, justo en los últimos meses de esta administración. Mientras el Ejecutivo colombiano presenta el acuerdo como una iniciativa estrictamente económica y de cooperación transfronteriza, el régimen venezolano lo expone como un proyecto de alcance estratégico, con implicaciones territoriales, militares e ideológicas. Esta asimetría narrativa implica, en la práctica, un reconocimiento implícito de la legitimidad del régimen chavista y abre la puerta a una zona de influencia bolivariana dentro del territorio colombiano, bajo el velo retórico de la “integración binacional”.
Maduro fue explícito al detallar sus ambiciones: propone una integración total que incluye un régimen tributario especial, desarrollo agroindustrial conjunto, coordinación policial y militar, gestión binacional de inteligencia, sustitución de economías ilícitas e incluso la articulación de movimientos sociales de ambos países. Todo ello bajo la narrativa del sueño bolivariano —que ahora, según él, también comparte el presidente Petro—. Se trata de una propuesta que trasciende con creces el ámbito del comercio fronterizo. En contraste, el Gobierno colombiano mantiene una postura deliberadamente ambigua, omitiendo explicar las implicaciones estratégicas y de soberanía que conlleva este pacto.
Si el propósito fuera exclusivamente económico, bastarían los instrumentos jurídicos vigentes. Desde 2022, Colombia y Venezuela comercian bajo las reglas de la OMC y sus propios marcos aduaneros bilaterales, sin que haya necesidad de nuevos acuerdos que comprometan funciones soberanas del Estado.
Resulta especialmente inquietante que este memorando se haya firmado justo cuando se cumple un año del cuestionado proceso electoral que ratificó a Maduro en el poder. Más que una coincidencia, sugiere una posible exigencia del régimen venezolano para obtener legitimidad internacional antes de afrontar nuevos cuestionamientos. En la práctica, el Gobierno colombiano estaría otorgando reconocimiento político a un régimen señalado por organismos multilaterales por violaciones sistemáticas de derechos humanos y por vínculos con redes de narcotráfico y crimen organizado.
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Declaraciones pasadas del presidente Petro cobran ahora un nuevo significado. En marzo, reconoció que Colombia estaba cediendo soberanía en el Catatumbo por el asentamiento de extranjeros e insinuó la creación de la zona binacional. En ese momento, sus palabras generaron desconcierto. Hoy, a la luz del acuerdo con Venezuela, revelan un plan articulado con profundas implicaciones geopolíticas y graves déficits de transparencia.
A ello se suma una preocupante convergencia ideológica. Maduro ha planteado que el proyecto binacional podría recibir respaldo de potencias como China, India, Rusia e Irán —algunas de las cuales financian o toleran a grupos terroristas como Hezbolá y Hamás—, mientras Petro se aleja progresivamente de Occidente: da prioridad a la causa palestina, prohíbe exportaciones a Israel y ordena el retiro de Colombia como socio global de la Otan. Esta reorientación geopolítica hacia actores antagónicos con Estados Unidos no es un dato menor: puede tener implicaciones estratégicas directas en una de las zonas más inestables del país.
En esa misma frontera (el Catatumbo) se concentran múltiples riesgos: es el segundo enclave cocalero más grande del país (con más de 55.000 hectáreas sembradas), y ha sido tradicionalmente el corredor de salida de cocaína hacia Centroamérica y el Caribe, vía territorio venezolano. Así lo han evidenciado las trazas aéreas ilegales identificadas por el Comando Sur de Estados Unidos, que son de conocimiento público.
La región, además, enfrenta una grave crisis humanitaria: desplazamientos masivos, confinamientos forzados y asesinatos constantes como resultado de la disputa entre el ELN y las disidencias de las Farc por el control de las rentas ilícitas. En los hechos, el Estado colombiano ha perdido allí el control territorial. Firmar un acuerdo binacional en estas condiciones, sin presencia institucional efectiva, es una irresponsabilidad estratégica. ¿Cómo hablar de gobernanza compartida si ni siquiera se ejerce soberanía plena en el propio territorio?
Hablar de “paz”, como lo hace el memorando, implica operaciones militares combinadas para enfrentar amenazas comunes. Pero ¿pueden las Fuerzas Militares de Colombia compartir inteligencia o coordinar acciones con un aparato estatal que ha sido señalado por proteger a jefes del ELN y de las disidencias, muchos de ellos aún presentes en suelo venezolano? La inteligencia militar colombiana ha documentado la permanencia de estos cabecillas en Venezuela, donde gozan de respaldo político. En estas condiciones, cualquier cooperación resulta no solo riesgosa, sino estratégicamente inviable.
La historia ofrece lecciones. La zona desmilitarizada del Caguán demostró que ceder espacios sin presencia estatal sólo fortalece a los actores ilegales. Hoy, el riesgo se multiplica: actores internacionales con intereses geoestratégicos se suman al escenario, sin estudios técnicos ni jurídicos que respalden esta zona binacional. Diversos expertos ya advierten que podría convertirse en una “zona gris cocalera” bajo control criminal transnacional.
Grave también es el silencio del Ministerio de Defensa, de la Cancillería y de la cúpula militar. ¿Se firmó este memorando sin consultar a las instituciones responsables de la seguridad nacional? ¿Cómo se protegerá la soberanía si se contempla coordinación militar o intercambio de inteligencia con fuerzas extranjeras? ¿Está esta estrategia encadenada a un cálculo político con miras al escenario electoral de 2026?
Más que una genuina propuesta de integración, lo que se configura es una cesión encubierta de soberanía en una de las zonas más sensibles del país. Es una apuesta ideológica, opaca y sin legitimidad institucional, que vulnera la integridad territorial de Colombia en favor de un régimen autoritario. En este contexto, cualquier decisión que afecte los pilares del Estado —territorio, defensa y seguridad— debe pasar por el más riguroso escrutinio democrático y el control de los órganos competentes. La gravedad del momento exige que la institucionalidad colombiana —Congreso, Corte Constitucional, órganos de control y Fuerzas Militares— actúe con decisión, firmeza y sin ambigüedades, para salvaguardar los principios constitucionales y la soberanía nacional.