Andrés Guzmán Caballero. Columna Semana

Opinión

Venezuela S.A.S: el imperio criminal que Colombia no vio venir

El Estado observa, impotente y de brazos cruzados, como si la soberanía nacional fuera un trámite opcional.

Andrés Guzmán Caballero
16 de abril de 2025

En Colombia, nos cuesta llamar las cosas por su nombre. A los corruptos, les decimos “líderes”; a los narcoguerrilleros, “defensores de derechos humanos”; a la impunidad, “garantismo”, y a una invasión descontrolada con componentes criminales, la adornamos con eufemismos como “crisis migratoria”. Pero la realidad no se maquilla: lo que hoy vive Colombia no es solo un fenómeno humanitario. Es, en muchos territorios, la consolidación silenciosa de una franquicia criminal organizada y exportada desde Venezuela.

Sí, una exportación. Porque mientras la economía venezolana colapsaba, lo único que logró internacionalizar con éxito fue su modelo criminal. Cerca de 2,5 millones de venezolanos residen en Colombia, según datos oficiales. Pero el problema no es el número —el drama humano es real—, sino la falta de control, de filtro, de orden. En 2024, más de 44.000 migrantes irregulares fueron detectados intentando reingresar a Colombia luego de haber sido expulsados o haber salido por causas judiciales.

¿Y qué pasa con ellos? Pues nada. Entran. Porque en Colombia el delito tiene más derecho a la movilidad que el ciudadano que madruga. Porque nuestro Estado cree que si no mira hacia Tocorón, entonces Tocorón no existe.

Y, sin embargo, existe. Tocorón no es solo una prisión, es el Silicon Valley del crimen latinoamericano. Allí, nació el Tren de Aragua, ese holding criminal que opera desde Chile hasta México, pasando —cómo no— por Colombia. Su CEO no tiene oficina en Manhattan, sino tatuajes en la cara. Se llama Héctor ‘Niño’ Guerrero, y mientras la justicia colombiana debate si un tatuaje es prueba, él ya exportó sus prácticas: trata de personas, extorsión, secuestro, sicariato. Todo bajo un modelo de negocios que haría palidecer a Wall Street.

La pregunta no es si el Tren está en Colombia. La pregunta es cuántos vagones más dejaremos entrar antes de que nos arrolle.

Lo peor: este tren no llegó solo. Fue recibido con vítores por nuestras brechas institucionales, por un sistema judicial que tiene el tiempo de reacción de un caracol dopado y por un gobierno que decidió que cuestionar esto es xenofobia. No, señores. Xenofobia es usar a los migrantes decentes como escudo para proteger a los criminales entre ellos. Porque sí, los hay. Y si no se hace nada, los habrá más.

Veamos Medellín, esa ciudad que quiso sacudirse el estigma del narcotráfico y hoy lucha contra el regreso del caos. Las bandas locales ya no pelean entre ellas: ahora negocian con el Tren. Y cuando no negocian, pierden. Porque el crimen organizado venezolano no viene a adaptarse: viene a reemplazar. Y Medellín es solo un ejemplo. Cúcuta, Bucaramanga, Barranquilla o Cartagena son ciudades desbordadas por una crisis migratoria sin precedentes y sin dirección. El Estado observa, impotente y de brazos cruzados, como si la soberanía nacional fuera un trámite opcional.

¿El resultado? Un mercado laboral precarizado, un sistema de salud colapsado, y un ecosistema criminal que se alimenta de la vulnerabilidad como un parásito hambriento. El crimen no solo recluta en las calles, también en los semáforos, en las plazas, en las filas de la informalidad.

Pero tranquilos. Que aquí la solución es crear programas de “inclusión laboral”, mientras los venezolanos honestos compiten por salarios de hambre y los ilegales que delinquen terminan pidiendo disculpas en TikTok desde una celda prestada. Una celda donde, por cierto, tienen señal de wifi y Netflix, gracias a nuestro sistema penitenciario VIP.

Colombia necesita una reforma migratoria urgente, que no le tiemble ante lo políticamente correcto.

  • Los que ingresen de forma ilegal: deportados.
  • Los que delinquen: deportados.
  • Los que no pagan impuestos ni contribuyen al país: deportados.

No por capricho. Por supervivencia. No se puede construir una nación en la que la ley es un menú opcional y la justicia una ruleta rusa.

Y al mismo tiempo —porque la justicia verdadera también es compasiva— se debe proteger al migrante legal, trabajador, que huye del infierno y busca un futuro. A ese se le debe dar salud, educación, empleo digno. Porque sin orden, no hay solidaridad. Y sin reglas, no hay nación.

Quien dude de esto, que mire a El Salvador. Allí, no se criminalizó la migración; se criminalizó el crimen. Y por eso, hoy es el país más seguro del hemisferio occidental. Porque la política se volvió ética, la justicia se volvió acción y el Estado, por fin, se volvió Estado.

Colombia tiene dos caminos:

  • Seguir siendo la agencia de viajes del crimen transnacional.
  • O empezar a ponerle nombre a los culpables y orden al territorio.

Porque la historia no perdona a quienes cruzan los brazos mientras el crimen cruza las fronteras.

*Este artículo editorial no refleja ninguna postura oficial del gobierno de El Salvador, solo es responsabilidad de su autor.

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