
Opinión
Una edad en tierra de nadie
Es curioso: sabemos más de los cráteres de la Luna que de esta etapa humana. No tiene nombre elegante, nadie hace campañas para celebrarla y, sin embargo, es una de las pocas etapas de la vida que lo cuestiona todo.
Hay un momento difuso, sin ceremonia ni advertencia, en el que uno ya no pertenece a ningún lugar claro. Ni joven, ni vieja. Ni promesa, ni legado. Una especie de zona franca biológica, social y emocional donde todo es sospechoso y nada encaja.
Bienvenidas a la mediana edad, ese tiempo-espacio en el cual los demás asumen que ya deberías tenerlo todo resuelto y tú apenas si estás comenzando a entender de qué se trata estar viva.
Es que la mediana edad no es una edad, es una intersección. Es ese momento en el que pasas más tiempo buscando las gafas que usándolas; miras Instagram, para no decir TikTok, y te preguntas: ¿quién es esta gente y qué están bailando?, y abres la boca para decir algo y suena igualito a tu mamá; eso, justo eso, que nunca quisiste decir.
Es una época en la que nadie te espera en ningún extremo: no encajas en las conversaciones de los adolescentes, ni en las filas preferenciales. Los adultos jóvenes y los niños te dicen señora, mientras los adultos mayores, señorita.
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No hay instructivos, no hay eslóganes, no hay fiestas temáticas, no hay sweet 50. En redes, estamos entre los memes del cuerpo que ya no coopera y los consejos reciclados, disfrazados de empoderamiento.
Mientras las veinteañeras brillan con filtros de koala que les eliminan los poros y las abuelas enseñan recetas de tradición, colaciones y sopas, nosotras enseñamos… será la resistencia de nuestra generación, no se me ocurre otra cosa.
Somos ese violento paréntesis entre el mundo análogo y el digital. Para los adultos mayores soy una genio de la tecnología porque puedo usar el cajero y pedir una cita médica en línea; para mis hijos, el desastre virtual comienza cuando me explican cómo funciona algo del teléfono y a la media hora les estoy pidiendo ayuda, otra vez.
En este limbo etario para la narrativa social, o eres la madre abnegada, la esposa desencantada o la ‘señora’ que da un consejo revelador justo antes de morir. Ni deseo, ni nostalgia. Un sistema operativo entre el primer teléfono y el más reciente modelo de celular.
La mediana edad es eso que se vive sin testigos y sin aplausos. Lo que transcurre entre el ‘todavía puedo’ y el ‘ya no quiero’. Entre la idea, los lunes, de tener un siguiente fin de semana de encuentros con los amigos y la realidad, del viernes en la tarde, cuando solo deseas salir del trabajo, irte a tu casa, hacerte un tecito y ver alguna serie de policías y asesinos seriales.
Uno está ahí cuando los padres envejecen y los hijos se van y, entonces, como en un cuento de Kafka, un día te conviertes en la bisagra emocional de dos generaciones, mientras tratas de no extraviarte en el multitasking emocional. Todos te siguen necesitando, pero nadie sabe dónde ponerte, por lo menos no a tu yo de ahora. Por favor, que uno no es, uno va siendo.
Esta cordillera de contradicciones, llamada mediana edad, es justo el momento en el que los hijos ya no te piden permiso, sino que te comienzan a dar instrucciones y uno aprende a poner cara de: mejor finjo demencia, mientras sonríes, asientes y luego vas y le preguntas lo que se quedó entre signos de interrogación a Google, que al parecer tiene un poco de más paciencia y no te mira como si recién hubieras salido de las cavernas.
Estoy tratando de estar al día, por suerte —muero de risa—; a la velocidad a la que decidió andar la vida, creo que nadie lo logra. No hay tutorial para vivir en el siglo XXI.
En esta tierra sin descripción —vuelvo a morir de risa—, a la que todos llegamos, no podía dejar de lado las citas; sobre las que ya hablaré largo y tendido en otra oportunidad, aunque por ahora no sobra decir que, por el momento, la opción más sana sigue siendo el ortopedista.
Escucha, diagnostica, no espera que uno finja interés por una insufrible lista de prejuicios, insoportables diatribas, pésima playlist o discurso ‘egoico’ y, a diferencia de varios prospectos que aparecen o reaparecen, al menos sabe dónde duele y cómo tratarlo.
Es curioso: sabemos más de los cráteres de la Luna que de esta etapa humana. No tiene nombre elegante; no tiene marca; nadie hace campañas para celebrarla; no existe el día del adulto en la mediana edad, que se sepa; no es aspiracional; no es trending y, sin embargo, es una de las pocas etapas de la vida que lo cuestiona todo.
Aquí no hay gurúes, hay intuición. No hay fórmulas, ni selfies que uno no quiera repetir veinte veces, porque uno no sabe si realmente está reconociendo a esa que apareció en la pantalla; aquí hay ojeras y arrugas con historia.
El silencio se vuelve oro, literal. Ya no discutimos por todo, ni asistimos a eventos por obligación, ni contestamos mensajes que no queremos contestar. Ya no vamos a donde no nos quieren y no nos quedamos donde no nos cuidan. Esta es la edad del descaro elegante, del gozo sin disculpas, de la conversación incómoda, de la retirada digna, de la contradicción asumida.
De decir sí, sabiendo que mañana puede ser no y que puedo tomarme esa libertad, sin angustia, mientras no lastime a nadie, en especial a mí. Nos importa menos la aprobación ajena y más una buena almohada, el vino que no da dolor de cabeza, la conversación que no exige maquillaje emocional, la amistad que no se revisa con lupa. La propia piel.
Por eso, si, como yo, estás en esta etapa que nadie sabe nombrar, en este punto donde todo parece raro, pero nada está perdido, bienvenida. No estás sola, no estás loca, no estás vencida, estás… justo donde toca.
En medio del desorden. En la mitad del tránsito y, si no sabemos cómo se vive esto, pues mejor, nos lo inventamos. Porque si algo hemos aprendido es que cuando nadie nos da lugar, nosotras lo construimos. Así que aquí estamos, sin filtro de koala, ni sabiduría de caldo; pero con presencia, con palabras, con un cuerpo para volver a habitar, con nuevos errores por cometer y con la fuerza que solo se aparece en este pedacito de ‘Marte’.
Esta mediana edad no se explica: se encarna, se habita y, en especial, se goza. Uno ya sabe todo lo que ha soltado, lo que eso ha costado y, aun con lo incómodo y desconcertante que pueda ser, este momento se intuye, sobre todo, luminoso, nuevo e increíblemente feroz.
Así que no. No necesitamos que nos celebren. Nosotras mismas vamos a hacer el brindis, porque llegar hasta aquí no fue gratis y, a lo que sea que nos enfrentemos, aunque sea una edad en tierra de nadie, pongámosle un nombre: Felicidad.