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Opinión

¿Qué pasó ayer?

Fingir sorpresa frente a las recientes denuncias que comprometen la conducta del presidente resultaría, a estas alturas, un ejercicio de hipocresía institucional.

Wilson Ruiz Orejuela
7 de agosto de 2025

Los escándalos del presidente y la dudosa moral de su círculo cercano, y de él mismo, solo son comparables a lo descrito en la película The Hangover o ¿Qué pasó ayer? (2009), en la cual el director Todd Phillips desarrolla la historia de una despedida de soltero que, con exceso de drogas, alcohol y comportamientos de reprochable moralidad, sumerge a los personajes en Las Vegas en un desenfreno tal que, al perder el sano juicio, se enfrentan a una serie de desafortunados eventos de los cuales no recuerdan nada.

Durante este gobierno, los hechos de este tipo dejaron de ser excepcionales para convertirse en una constante que erosiona la respetabilidad del poder público y alimenta la deslegitimación moral, contrariando lo que debería ser un ejemplar comportamiento que, desde los más altos cargos del Gobierno, debería irradiarse en la sociedad.

Este vergonzante fenómeno marca la pérdida, a ritmos acelerados, de los principios de ética, moralidad y respeto por la investidura, buscando “normalizar” conductas que atentan contra el orden justo.

Las recientes revelaciones, dadas a conocer por la periodista y hoy precandidata presidencial Vicky Dávila, han puesto en evidencia comportamientos de extrema gravedad atribuibles al actual presidente de la República.

Dichas conductas, además de contrariar principios elementales de la función pública, reflejan una preocupante ausencia de idoneidad técnica, decoro personal y responsabilidad institucional de parte de quien ejerce la más alta dignidad del Estado.

Intentar justificar este tipo de comportamientos bajo el amparo del ejercicio de las libertades individuales constituye una tergiversación peligrosa de los valores democráticos y un intento torpe por relativizar el ejemplo de conducta que deben dar los funcionarios públicos —y con mayor razón, el primer mandatario—.

Es alarmante que la primera reacción del Gobierno ante los hechos expuestos sea señalar y deslegitimar el control ciudadano que se ejerce sobre ellos, calificándolos como chismes o montajes, contribuyendo así a la falta de transparencia, que es una de las improntas identitarias del Ejecutivo.

Preocupa que la información contenida en los chats —que va desde fiestas con drogas y el degrado hacia la mujer, hasta el serio cuestionamiento sobre con qué dineros se financiaron dichas fiestas— no pueda ser tachada de falsa por Petro o su hijo, cuando Day Vásquez las confirmó y resaltó que están en poder de la Fiscalía General de la Nación desde el primer día, como material probatorio en el proceso que enfrenta Nicolás Petro.

Más allá del vergonzoso escándalo mediático, surge una gran preocupación: la incomprensible posibilidad de que las decisiones de mayor interés para la Nación se estén tomando sin el debido juicio o, peor aún, bajo el influjo de alcohol o drogas, comprometiendo la estabilidad mental del jefe de Estado.

Es válido recordar que, en diversos escenarios, se ha advertido sobre la necesidad de verificar si el presidente de la República ejerce sus funciones con plena capacidad volitiva y cognitiva, especialmente cuando el bienestar colectivo y la estabilidad institucional dependen de la racionalidad, coherencia y legalidad con que se adopten las decisiones gubernamentales.

La falta de claridad en este aspecto genera incertidumbre jurídica y debilita la posición de Colombia frente a sus pares en el mundo.

Fingir sorpresa frente a las recientes denuncias que comprometen la conducta del presidente resultaría, a estas alturas, un ejercicio de hipocresía institucional.

Desde el mes de abril he advertido públicamente sobre la necesidad de someter al mandatario a exámenes toxicológicos, en aras de garantizar a la ciudadanía que quien ostenta la jefatura del Estado se encuentra en pleno uso de sus facultades físicas y mentales, tal como lo exige la dignidad del cargo y la naturaleza de las decisiones que adopta.

La idoneidad del mandatario no solo debe entenderse en términos de preparación técnica, sino desde la perspectiva del equilibrio emocional, la lucidez cognitiva y la ausencia de cualquier factor externo que pueda afectar su discernimiento, especialmente al momento de dirigir la política pública, suscribir actos administrativos o representar a la Nación en el escenario internacional.

La confianza recae en la Comisión de Acusaciones, que debe adelantar un proceso serio, expedito y ajustado a derecho, garantizando un control objetivo en la evaluación de las conductas del presidente Petro. Su poder no es absoluto y debe estar controlado por las demás ramas del poder.

El panorama que hoy enfrenta Colombia se enmarca en medio de supuestas libertades que atentan no solo contra la persona, también contra la integridad nacional. Nos obliga a preguntarnos si realmente el cargo de presidente de la República sigue siendo una alta dignidad o un burdo chiste.

Esta situación hoy nos pone a reflexionar, con toda seriedad, sobre ¿qué pasó ayer?

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