
OPINIÓN
¿Por qué si los embalses están llenos el precio de la energía no baja?
Existen razones de seguridad energética que impiden que los embalses llenos sean sinónimo de energía barata.
Cada vez que los embalses en Colombia se llenan tras una temporada de lluvias intensas, muchos ciudadanos formulan una pregunta que parece obvia: ¿por qué la tarifa de energía no baja? En un país con desigualdades profundas, donde el costo del kilovatio impacta de manera directa el bolsillo, no es extraño que algunos atribuyan esa contradicción a corrupción o a ganancias excesivas de las empresas generadoras. Pero el sistema eléctrico nacional tiene fundamentos técnicos que, si se desconocen, conducen a diagnósticos equivocados.
En Colombia, aproximadamente el 70 % de la electricidad proviene de fuentes hidroeléctricas. Esta alta dependencia del agua nos convierte en una de las matrices eléctricas con menores emisiones del continente, pero también en una de las más vulnerables al clima. Los embalses no funcionan como tanques que se pueden vaciar sin consecuencias. Su operación está sujeta a una lógica de seguridad energética: deben garantizar el suministro no solo hoy, sino durante los próximos meses, especialmente en temporadas secas o bajo fenómenos como El Niño.
Cuando los embalses alcanzan altos niveles, el operador del sistema (XM) no puede simplemente permitir que se genere toda el agua acumulada. Una parte importante debe reservarse para cubrir el consumo futuro, bajo escenarios críticos. Esta gestión preventiva, que asegura el suministro en momentos de escasez, no tiene un impacto inmediato en la reducción del precio, porque su objetivo no es generar abundancia momentánea, sino estabilidad sostenida.
Además, el diseño del mercado colombiano incluye el llamado Cargo por Confiabilidad. Este mecanismo fue creado en 2006 para garantizar que existan plantas de generación disponibles cuando las condiciones hidrológicas sean desfavorables. A través de este esquema, se les paga a los generadores no solo por la energía que entregan, sino por estar disponibles cuando se necesite, incluso si durante meses no operan. Se trata de un respaldo silencioso que asegura que la energía no falte en momentos críticos. Es un costo asociado a la seguridad energética.
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A lo anterior se suma el hecho de que el precio de la energía en el mercado mayorista lo define la planta más costosa que entra a cubrir la demanda. Aunque buena parte de la generación sea hidráulica, si una térmica debe encenderse para suplir la punta del consumo, su costo define el precio para todos. Por eso, los costos del gas natural importado, el carbón o el diésel, e incluso los eventos internacionales que los afectan, terminan influyendo en la tarifa que pagamos en Colombia.
Ahora bien, entender estas dinámicas no significa resignarse a tarifas altas. Parte de lo que se debe hacer para reducirlas es favorecer la entrada de nuevos agentes generadores, especialmente tecnologías de bajas emisiones y de bajo costo variable. A mayor competencia, mayor eficiencia en los precios. También es fundamental invertir en el fortalecimiento y expansión de las redes de transmisión, porque muchas veces hay generación disponible que no puede llegar al usuario final por limitaciones de infraestructura.
Es legítimo que el ciudadano cuestione el sistema cuando siente que no se ven reflejadas las lluvias en su factura. Pero reducir la discusión al terreno de la intuición impide conocer que hay elementos estructurales que necesitan transformarse. La energía no es barata ni cara porque sí. Es el resultado de decisiones técnicas, regulatorias y de planificación. Y solo entendiendo esas piezas, podremos construir un sistema más justo, más transparente y verdaderamente sostenible.