Opinión
Por el derecho al silencio
¿Cuándo en Colombia se volvió condenable que alguien pida respeto por su derecho a vivir en silencio? Hoy todo aquel que pide bajar la voz, moderar el volumen o simplemente respetar los límites de ruido es insultado, burlado, pero sobre todo cuestionado.
En la vereda El Tablazo, de Rionegro, en Antioquia, hay varias casas ruidosas. No son personas que vengan de vez en cuando y tomen en arriendo alguna finca. Es gente que vive ahí. Todos saben quiénes son los ruidosos. Llevan años perturbando la tranquilidad de esta zona sin que se pueda hacer algo. Pero el 7 de enero, en el puente de Reyes, la periodista Ana Cristina Restrepo se atrevió a pedirle a uno de estos ruidosos que bajara el volumen de la música. Eran las diez de la noche y estos “enfiestados” habían iniciado su faena de ruido desde el mediodía. Era suficiente. Solo querían descansar. La periodista acudió en su vehículo junto con su esposo y le mostró, en un medidor de decibeles, al señor que salió a atenderlos que estaban violando los límites permitidos. “Por favor, bájenle”. El hombre respondió: “¿Y qué pasa si yo agarro su carro a piedra?”. Los asistentes de la fiesta empezaron a salir. El señor ruidoso se acercó al carro y empezó a patearlo mientras la periodista grababa en su celular. Luego, agarró una piedra y se la tiró al carro. Ana Cristina no tuvo más remedio que huir junto con su esposo y acudir a la estación de Policía.
Pero de manera sorprendente, cuando la periodista publicó lo que había vivido por cuenta de su solicitud de moderar el ruido, las respuestas de muchos fueron en su contra. No condenaron la infame agresión a esta familia, sino su osadía de pedir moderación. “Amargada y mal comida”, fueron algunos de los insultos.
Este hecho hizo recordar la historia de Hernán Darío Castrillón, un hombre de 67 años que el 10 de julio del 2022 fue molido a golpes por su vecino porque le pidió que bajara el volumen de la música. La golpiza lo dejó ciego.
Debe ser Colombia el único país del mundo donde la música estridente y el volumen a niveles imposibles significan alegría y bienestar. Pero también poder. Tal vez es una de esas desgracias de herencia traqueta el celebrar con los parlantes a niveles que revientan los oídos. Y debe ser ese miedo a pedir moderarse por lo que pueda venir como consecuencia también del miedo al mafioso. Porque fueron los narcos los que en este país empezaron a celebrar con estruendo, pasando por encima de cualquier límite (incluido el de audición) y amenazando a todo aquel que se atreviera a cuestionarlos. “Yo pongo la música al volumen que me dé la gana”, es la consigna que quedó impregnada en muchos.
Colombia es un país infernalmente ruidoso. Y se enseña desde la más tierna cuna que la celebración tiene que venir acompañada de la estridencia para que sea sinónimo de “buena”. Así que las piñatas de los primeros años vienen acompañadas de un animador que no cesa de alentar a los niños a gritar de la mano de un micrófono, al que no le da tregua. Todo, por supuesto, con música infantil a todo volumen de fondo. O concebimos el lanzamiento de un nuevo local comercial atravesando en la mitad de la acera a alguien que vocifere sin cesar que todos son bienvenidos. Ni qué decir del vecino despechado, que decide ahogar su pena con horas y horas de ranchera, o el cumpleaños del que todo un edificio debe quedar notificado, pues el vallenato puesto en el piso 2 debe ser escuchado hasta el 14 para certificar que la parranda sí está buena.
Pero aun si nos alejamos del campo de las celebraciones, el ruido acompaña a todo colombiano con desesperación. ¿Cuántos, por ejemplo, no deciden ver su serie preferida en un avión sin audífonos? Viví en carne propia a un viajero vecino que decidió escuchar sin audífonos la santa misa durante un vuelo, como en una especie de misión evangelizadora a todos los pasajeros.
Pero ¡ay del que se atreva a pedirle a alguien en una sala de espera que, por favor, quite el altavoz de su llamada, pues su charla está siendo escuchada por todos! O pobre de aquel que solicite usar audífonos al que escucha música en su celular mientras espera. Será apedreado sin duda, como le ocurrió a Ana Cristina.
Y si se trata de fiestas, de nada servirá llamar a la Policía o al CAI más cercano, o a la portería a pedir silencio. La policía irá, pedirá bajar el volumen tal vez y los ruidosos volverán a subirlo tan pronto se vayan los uniformados. No importa que haya un paciente enfermo, un niño recién nacido, un par de ancianos que poco pueden conciliar el sueño o simplemente un ser humano que quiere descansar. No. Esto no es viable, quien alza el volumen es el dueño y señor, y nada ni nadie tiene derecho a cuestionar su estridencia.
¿En qué momento en este país se perdió el legítimo derecho al descanso? ¿En qué momento pasó a prevalecer el derecho a la parranda por encima del derecho fundamental a la paz?
En Colombia se revirtió el orden de los derechos en lo que a materia de ruido se refiere. En los demás países, en donde, como en todos, no está permitido superar los límites de audición, la policía acude de inmediato ante un llamado de perturbación de la tranquilidad, y quienes hayan pasado por encima de las normas son de inmediato requeridos y multados. Nadie tiene derecho a perturbar la vida en comunidad.
¿Cuándo en Colombia se volvió condenable que alguien pida respeto por su derecho a vivir en silencio? Hoy todo aquel que pide bajar la voz, moderar el volumen o simplemente respetar los límites de ruido es insultado, burlado, pero sobre todo cuestionado. Si pide silencio, es un amargado.
Esperemos que salga adelante el proyecto de ley contra el ruido de Daniel Carvalho, representante por Antioquia. Pero este no es un tema de normas, que ya existen.
Me temo que seguiremos siendo los insultados quienes pedimos respeto por el derecho al silencio.