Wilson Ruiz Exministro justicia

Opinión

Polarización extrema

Lo sucedido el pasado sábado es grave.

Wilson Ruiz Orejuela
12 de junio de 2025

El conflicto armado en Colombia ha experimentado un alarmante recrudecimiento, de pasar de una situación crítica a una claramente insostenible. El reciente atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay, que ocurrió el pasado 7 de junio, constituye un hecho sin precedentes en las últimas tres décadas y evoca las épocas más oscuras del narcoterrorismo de los años 80 y 90.

Este atentado no solo va en contra de la integridad de un congresista en ejercicio y hoy candidato presidencial, sino que revive una pesadilla colectiva: la violencia política sigue latente, disfrazada, y reaparece con brutalidad cuando menos se espera.

En el marco de la antesala electoral de 2026, crecen las voces de alerta sobre la ausencia de garantías institucionales para el desarrollo transparente y seguro de este proceso democrático. Se ventilan rumores sobre posibles fraudes, ahora se suman actos de violencia contra quienes ostentan o aspiran al poder político. Esto deja en evidencia que lo que alguna vez fue una de las democracias más estables hoy enfrenta un proceso de deterioro institucional, donde el miedo se impone como regla general y el Estado pierde progresivamente la autoridad.

El atentado contra el senador Uribe Turbay no puede ser interpretado como un hecho aislado. Es, por el contrario, una manifestación directa del ambiente de polarización extrema que atraviesa el país. La radicalización del poder político trajo consigo una narrativa de confrontación, exclusión y deslegitimación del adversario desde el atril central del poder Ejecutivo.

En este contexto, sectores de la izquierda promovieron discursos que, lejos de fomentar la deliberación democrática, hostigan e incitan a la violencia contra quienes no comparten sus ideales políticos. Lo anterior da como resultado una democracia fragmentada, en la que el respeto por la diferencia y la tolerancia han sido sustituidos por la imposición autoritaria y la eliminación simbólica —y ahora material— del oponente.

Lo sucedido el pasado sábado es grave. Miguel Uribe, en pleno ejercicio de su derecho a la participación política, sostenía un diálogo abierto con la ciudadanía en Bogotá cuando fue víctima de disparos que hoy comprometen su vida. Este hecho deja en evidencia el abandono del Estado. A pesar de que el senador cuenta con un esquema de seguridad, este había se redujo, y sus reiteradas solicitudes donde manifestaba el riesgo al que estaba expuesto fueron ignoradas por parte de la Unidad Nacional de Protección.

Esta omisión es inexcusable, pone en tela de juicio el compromiso real del Estado con la protección de los líderes que fueron elegidos democráticamente y que realizan oposición al Gobierno Nacional.

La tragedia cobra una dimensión aún más dolorosa para la familia Uribe Turbay, que vivió el asesinato de Diana Turbay en 1991 y que, más de treinta años después, vuelve a ser golpeada por la violencia política.

La falla del Estado resulta más inquietante cuando se observa que el autor material del atentado es un adolescente de tan solo 15 años, quien ya había sido identificado por las autoridades, puesto que hizo parte del programa Jóvenes en Paz. Este programa, diseñado para ofrecer incentivos económicos a jóvenes en riesgo con el objetivo de prevenir su ingreso a estructuras criminales, como se advirtió, en la práctica resulta ineficaz e incluso contraproducente.

Este hecho revela la falta de rigurosidad técnica en la formulación de políticas públicas desde el Ejecutivo. Fue por esto que se demandó este ambiguo y nefasto decreto, acción interpuesta por el grupo Promotores de la Legalidad, grupo al que pertenecíamos junto con el senador Miguel Uribe.

El atentado contra Miguel Uribe no es solo un ataque contra su persona, sino un atentado directo contra la democracia misma. La participación política se convirtió, nuevamente, en un ejercicio de alto riesgo.

Cuando no se garantiza el ejercicio libre de los derechos políticos, cuando la expresión pública se ve silenciada por el miedo, y cuando la competencia electoral se ve manchada por la violencia, no estamos frente a una democracia imperfecta, sino ante una institucionalidad en franco retroceso. Lo más grave es que este retroceso no proviene de amenazas externas, sino del debilitamiento interno promovido desde las propias estructuras del poder.

La política de paz total fracasó. Es hora de que el Gobierno Nacional tome acciones reales para mitigar la problemática de seguridad que atraviesa el país. Se hace necesario que, como sociedad, nos unamos para ayudar a construir una mejor Colombia, entender que el conflicto interno es un problema estructural que no se soluciona con paños de agua tibia y propuestas populistas, sino que requiere de acciones sólidas, alejadas de los discursos de odio, división y ataques infundados, al erradicar la polarización extrema que atraviesa el país.

Noticias Destacadas