
OPINIÓN
Petro y Marcuse: El sueño de un nuevo marxismo
Lo que Gustavo Petro está cocinando en Colombia no es solo un cambio de políticas, es una emboscada ideológica.
Herbert Marcuse, ícono de la Escuela de Frankfurt y padre del neomarxismo o marxismo occidental, redefinió esta doctrina al proponer una revolución que trascendiera la lucha de clases tradicional. Su visión, centrada en la emancipación sexual, moral y política, famosa en los sesenta y setenta como precursora del hippismo, encuentra ecos en el proyecto de Gustavo Petro en Colombia. Aunque no hay evidencia de que Petro se inspire directamente en Marcuse, las similitudes entre sus enfoques invitan a explorar cómo el neomarxismo marcusiano, que ha influido fuertemente en Estados Unidos hasta la actualidad, podría iluminar las ambiciones y contradicciones del Pacto Histórico.
Marcuse argumentaba que el éxito del capitalismo en mejorar la calidad de vida neutralizó el sentido revolucionario del proletariado, un pensamiento que plasmó en El hombre unidimensional (1964). Ante esto, descartó la “dictadura del proletariado” y propuso una “dictadura de intelectuales” compuesta por una vanguardia de estudiantes, y apoyada por un “nuevo proletariado” de minorías raciales y sexuales. ¿El objetivo? Desestabilizar el sistema para crear el caos necesario que condujera a la revolución y, eventualmente, a la “utopía socialista”.
Su estrategia, basada en la subversión cultural, buscaba invertir conceptos centrales de Occidente: no hay democracia, sino pseudodemocracia; no hay libertad, sino tolerancia represiva; no hay libre elección, sino esclavitud sublimada. Estas elaboraciones, creadas por Marcuse, tenían un doble propósito: alimentar el odio y el resentimiento que debían guiar a su nuevo proletariado y justificar su tesis de que la libertad y la democracia en un sistema capitalista no eran más que ilusiones que adormecen a las masas.
Sin embargo, a pesar de la retórica que usaba para convencer a estudiantes crédulos, Marcuse era consciente de las limitaciones de una sociedad democrática y libre. Reconocía que el innegable éxito del capitalismo había neutralizado el espíritu revolucionario de la clase obrera en los países del primer mundo, imposibilitando un ascenso rápido al poder mediante un alzamiento armado o violento, como ocurrió en Rusia o China. Por ello, entendiendo las dificultades de subvertir el orden establecido en Occidente, propuso una estrategia progresiva llamada la “tolerancia liberadora”.
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En pocas palabras, esta se basa en fomentar la intolerancia total hacia las ideas y movimientos de derecha (liberales capitalistas) mientras se promueven, de manera providencial, las ideas de izquierda y sus movimientos. ¿Cómo? A través de la cooptación progresiva y metódica de instituciones públicas y privadas de alta influencia en la población: universidades, entidades estatales, movimientos activistas o incluso radios independientes. Todo suma, pero debe ser devoto a la causa. Esta intolerancia, que termina en censura, debía ser eficaz. Por ello, en varios textos, Marcuse justificó el uso de la violencia, la agresión y la estigmatización como herramientas de intimidación contra los enemigos de su revolución.
Con el tiempo, esta estrategia evolucionó y se convirtió en la tiranía de lo políticamente correcto o la cultura woke, que hoy ha permeado desde las universidades más prestigiosas hasta las empresas más emblemáticas de Estados Unidos. Para Marcuse, el capitalismo corporativo debía vencerse, incluso, desde adentro.
Este enfoque, aunque innovador, tiende al autoritarismo, ya que justifica la manipulación semántica, la agresividad, la cancelación e incluso la violencia en pos de generar un caos social que conduzca a la ruptura de la sociedad occidental, acabando con sus principios, valores y cultura. Sin embargo, Marcuse entendió que la lucha de clases era poco fértil en contextos como Estados Unidos o Europa. Por eso, en varios de sus escritos, afirmó que el nuevo proletariado debía enfocarse en la raza y no en la clase.
Para ello, Marcuse escribió literalmente que el grupo perfecto para manipular, aprovechando —según él— el odio y el resentimiento heredados de la esclavitud y la insatisfacción general, eran las poblaciones negras de los guetos, a las que fácilmente podrían sumarse otras minorías marginadas, como la comunidad LGTBI, en pro de la causa. No obstante, sabía que, en países como Colombia o del tercer mundo, la antigua lucha de clases seguía teniendo asidero debido a que el nivel socioeconómico era todavía deficiente o en desarrollo. En estos contextos, era fácil vender el odio y el resentimiento mediante la retórica marxista tradicional de la lucha de clases.
Lo que Gustavo Petro está cocinando en Colombia no es solo un cambio de políticas, es una emboscada ideológica que huele a Herbert Marcuse y a los viejos trucos de los comunistas disfrazados de redentores. Como Marcuse, Petro ha aprendido que en un país con heridas abiertas como el nuestro, la manera de meterse en la cabeza de la gente es avivar el fuego del resentimiento. Habla de las élites, de la desigualdad, de los olvidados, y mientras tanto va tejiendo una red para desmontar todo lo que hace de Colombia una democracia, por frágil que sea. Su Pacto Histórico no es un plan de gobierno; es un manual marcusiano para subvertir el sistema desde adentro, usando el caos como gasolina y la polarización como arma. ¿Suena familiar? Es el mismo libreto que Marcuse escribió para su “tolerancia liberadora”: calla a los que no piensan como tú, toma el control de las instituciones y vende la utopía socialista mientras desmantelas la libertad.
Petro no es un improvisado. Sabe que en Colombia la lucha de clases sigue siendo un imán para los descontentos, y la explota con maestría, pero también le mete mano a la subversión cultural que Marcuse perfeccionó. Mira cómo sus discursos pintan a la oposición como enemigos del pueblo, cómo sus aliados se infiltran en universidades, medios públicos convertidos en máquinas de propaganda oficialista, y hasta en la burocracia estatal quien no sirva a la causa, ¡se va!.
Es la receta de Marcuse al pie de la letra: cooptar todo lo que tenga influencia, desde un micrófono en una plaza hasta un pupitre en una universidad, para que solo se escuche una voz, la de la revolución. Y no nos equivoquemos, esa revolución no busca justicia; busca poder. Petro, como Marcuse, justifica la intolerancia, la censura y hasta la violencia verbal contra los “opresores” (léase: cualquiera que se le oponga), “¡nazis!”. ¿El resultado? Una Colombia partida en dos, donde disentir es sinónimo de traición y donde la libertad de pensar diferente se convierte en un lujo que pocos se atreven a reclamar.
Y aquí va la advertencia, porque esto no es un juego: si Petro sigue por este camino, Colombia no va a ser la tierra prometida que pinta en sus discursos. Va a ser un experimento más de esos que el marxismo, en sus mil disfraces, ha dejado regados por el mundo: sociedades divididas, economías en ruinas y libertades aplastadas bajo el peso de una ideología que promete todo y entrega nada.
Marcuse soñaba con un caos que abriera las puertas al socialismo, y Petro parece decidido a hacer ese sueño realidad, sin importar el costo. Como colombiano, como alguien que cree en la libertad y en un país donde quepamos todos, no podemos quedarnos de brazos cruzados. Hay que alzar la voz, desenmascarar este proyecto por lo que es y pelear por una Colombia donde la democracia no sea solo una palabra bonita, sino un escudo contra los que quieren vendernos utopías a cambio de nuestras libertades. ¡Despertemos, que el tiempo se nos acaba!