MECANOGRAFÍAS

Ojo clínico

RevistaArcadia.com
30 de julio de 2020

Durante meses las ciudades han dejado quietas las agujas de los sismógrafos. El movimiento de los humanos, las urgencias que hacen vibrar la tierra como una máquina bien afinada se han apaciguado. Rieles, autopistas, fábricas, aeropuertos, simples pisadas, pedalazos. Un sismólogo belga fue el primero en afinar su atención en cuarentena y de ahí en adelante muchos comenzaron a medir el nuevo pulso de nuestras colmenas. En un momento Londres bajó el veinte por ciento de su vibración promedio en las mañanas, París redujo en un treinta y ocho por ciento sus temblores, Quito ha estado hasta un sesenta por ciento más quieta. Los sismógrafos podrían ser, entonces, instrumentos adecuados para saber si los ciudadanos cumplen o no las órdenes de aislamiento. Una herramienta para encontrar el epicentro de la indisciplina. La película sin ciencia ficción puede mostrar a un funcionario ceñudo mirando las vibraciones barrio a barrio. Nada de extrañar. Desde hace años químicos con chapa oficial miden los restos de cocaína en los ríos de ciudades de Europa. Testeos de rutina.

El control es el nuevo signo ante la incertidumbre. Todos los poderes reclaman la necesidad de ampliar sus competencias y ajustar sus correctivos. Incluso muchos ciudadanos piden un cerco más estrecho y aportan un poco de su paranoia y su neurosis para que todos estemos más seguros. Ver un mayor de setenta años caminando en un parque puede ser una afrenta para algunos policías que ejercen en piyama desde las ventanas. Los porteros de los edificios necesitan una foto de la cédula y un registro de temperatura, ahora cuidan la puerta del ascensor con el gesto de los guardianes de la caja fuerte; las administraciones de los edificios llevan una lista de los invitados, imponen un aforo y pretenden hurgar en las historias clínicas de los propietarios; los mafiosos en Nápoles y Guadalajara entregan ayudas y préstamos a cambio de nuevas lealtades y dominios; las alcaldías quieren saber usted con quién vive y a qué distancia está de su trabajo. Y para los fines de semana prohíben la venta de alcohol, vetan parques, decretan toques de queda y no faltan quienes obligan a los ciudadanos desobedientes a hacer planas de enmienda en los colegios del pueblo. Hace unos meses el alcalde de Medellín encerró durante quince días a un barrio de tres mil personas alegando un riesgo de contagio. Se prohibió la entrada a los periodistas, y soldados con fusil cuidaban el cordón de seguridad. Se trató sobre todo de una medida aleccionadora, una advertencia a todos los vecinos de la comuna dos. Y por si hace falta está el escarnio y la cárcel: la policía exhibe fotos de ciudadanos esposados por violar las cuarentenas, y los fiscales pretenden una condena para los fugados de la casa. Hay que agradecer que los colegios están cerrados, no imagino la tiranía del tapabocas y el distanciamiento que se habría instaurado.

Hace un poco más de cien años la gripa española ambientó la llegada de la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Muchos sentían que el Gobierno no había hecho suficiente contra el desastre que dejó más de doscientos mil muertos y se habló de la necesidad de una “dictadura sanitaria”. El sentimiento común era que el Gobierno se ocupaba de cuestiones políticas y olvidaba la salud, se reclamaron medidas excepcionales para tiempos malsanos. Colombia convive hoy con un recelo similar y una paradoja de miedo: la desconfianza sobre el Gobierno nacional y los mandatarios locales viene acompañada por un clamor de mayores restricciones ciudadanas. Una buena porción de los habitantes dice no creer en las autoridades al tiempo que les exige imponer nuevas limitaciones y sobriedades. El Estado por su parte responde con un espíritu de sospecha frente a todo lo que se mueva, un reproche moral a quienes no acaten el tono luctuoso. Y se reseñan las hazañas de Bukele, que encierra treinta días sin derecho a reclamo a quienes rompen la clausura, las de China, que sigue a sus habitantes tras la huella de sus tarjetas, de su teléfono y su cara frente a las cámaras de reconocimiento facial al ingreso a los cines o a los bares, y las de Israel, que ahora utiliza su policía tecnológica antiterrorista para perseguir al coronavirus. ¿Podrán salir los asmáticos en los días con alta contaminación, pondrán un veto en la caja registradora frente a los obesos y los diabéticos que busquen sus “venenos”, dejarán comprar whisky barato a quienes reciben droga psiquiátrica por parte del servicio público de salud?

Las preguntas no hacen parte de una paranoia libertaria. Naciones Unidas advierte sobre “la floreciente industria de los instrumentos de vigilancia privada” y los riesgos de las alianzas con los Estados para crecer en la vigilancia individual, señala el peligro de tratar a los individuos como incapaces de identificar sus riesgos y “comprender información complicada”, y previene sobre “las prohibiciones generales de difusión de información basadas en conceptos imprecisos y ambiguos” como una forma de control estatal para determinar la veracidad o falsedad de los contenidos.

Todos los poderes afinan sus sismógrafos y sus termómetros. Caminamos con pasos leves hasta el mercado y recibimos con gusto el láser del termómetro en el cuello. El abuso de poder no entrega indicadores día a día, se reinventa según sus posibilidades y no es muy dado a aplanar sus curvas.