
OPINIÓN
Nunca más
La persistente desprotección de los menores en Colombia frente a delitos atroces como el abuso sexual refleja un desbalance estructural.
En lo corrido del año 2025, el Instituto Nacional de Medicina Legal ha reportado en el Boletín Niños, Niñas y Adolescentes que, entre enero y marzo, se han practicado 3.893 exámenes médicos por presunto delito sexual cometidos contra niños, niñas y adolescentes. Esta estadística se traduce en que, diariamente, se presentan en promedio 43 casos por este delito, dejando en evidencia una crisis nacional en la protección efectiva de nuestros menores.
A más de tres décadas de vigencia de la Constitución Política de 1991, Colombia se precia de contar con una carta política garantista, fundamentada en el respeto y la promoción de los derechos humanos, que incorpora con rango constitucional tratados internacionales de derechos humanos y parámetros establecidos por el Derecho Internacional Humanitario. Sin embargo, el contraste entre el contenido normativo y la realidad práctica impone un cuestionamiento: ¿quiénes son realmente los destinatarios de estas garantías?
La persistente desprotección de los menores en Colombia frente a delitos atroces como el abuso sexual refleja un desbalance estructural. Mientras el sistema se esfuerza por proteger los derechos de los procesados y condenados —en respeto al debido proceso, la resocialización y la dignidad humana—, las víctimas, en particular los menores, quedan en muchas ocasiones invisibilizados, sin reparación adecuada ni justicia oportuna.
Recientemente, los medios de comunicación dieron a conocer que, en un jardín infantil del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) en Bogotá, un grupo de padres denunció el presunto abuso sexual a sus niñas y niños de apenas dos y tres años a manos de un profesor. Este hecho no solo pone en tela de juicio la idoneidad de los controles del ICBF, sino que socava la confianza de la ciudadanía en las instituciones encargadas de proteger a la niñez en Colombia, cuestionando si realmente existen entornos seguros que no vulneren los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes en el territorio.
Lo más leído
Frente a esta realidad, se hace necesario revivir el debate sobre la cadena perpetua para violadores de menores, figura que fue introducida por el Acto Legislativo 01 de 2020, aprobado por el Congreso como una respuesta a la presión social que exigió medidas más severas y ejemplares para estos asesinos y violadores de menores. Sin embargo, esta reforma constitucional fue declarada inexequible por la Corte Constitucional en 2021, por aspectos relacionados con la necesidad de garantizar la dignidad humana, la proporcionalidad de la pena y su finalidad resocializadora.
Como ministro de Justicia y del Derecho en ese momento, participé activamente en el estudio del marco jurídico complementario que debía reglamentar la citada reforma, y puedo afirmar que la Corte no cerró la puerta definitivamente a esta posibilidad. Por el contrario, dejó abierta la opción de replantear la iniciativa, ajustándola a los estándares constitucionales.
Es precisamente allí donde debe activarse la voluntad política del Gobierno nacional y del Congreso de la República. La protección de sus derechos no puede seguir subordinada a debates ideológicos o interpretaciones restrictivas del alcance punitivo del Estado. Si el Ejecutivo no actúa, el Congreso tiene el deber moral y constitucional de tomar la iniciativa y reformular una propuesta de cadena perpetua revisable, con fundamento en los parámetros establecidos por la Corte y respaldada por un amplio consenso social.
Esta medida no debe entenderse como un acto de venganza ni como una negación del Estado de derecho. Debe asumirse como una herramienta disuasiva, restaurativa y proporcionada, que envíe un mensaje claro: quien violente la integridad física y sexual de un niño, niña o adolescente deberá enfrentar las más severas consecuencias penales, sin privilegios ni beneficios procesales.
Además, es coherente con el principio de interés superior del menor, piedra angular del ordenamiento jurídico y reconocida reiteradamente por la jurisprudencia constitucional como una obligación del Estado, donde debe prevalecer el interés de la niñez incluso sobre los derechos de otros actores.
Colombia no puede continuar siendo tolerante, pasiva o indiferente frente a esta forma extrema de violencia. Proteger a la niñez no es opcional; es un mandato jurídico, ético y político. Y hacerlo implica asumir decisiones firmes, aun si son impopulares entre ciertos sectores, pero necesarias para garantizar que nunca más un menor de edad y su familia tenga que vivir con las secuelas irreparables del abuso, mientras su agresor se acoge a preacuerdos o beneficios penitenciarios.
La niñez de Colombia es primero.