Opinión
No me mate, cómpreme
Corrupción ha existido siempre en Colombia, por tolerancia y falta de propósito de los gobiernos. Reflexionemos sobre por qué no logramos un consenso creíble para, al menos, limitarla; debemos lograrlo si queremos quitarles el control a los Sneyder y Olmedo, y a los que los nombraron.
El ritual de bandidos que ha presenciado en las últimas semanas el país es un capítulo más de la vergüenza nacional y pone en jaque a unas instituciones judiciales que cada día parecen más conniventes.
En efecto, Sneyder Pinilla y Olmedo López han insinuado todo y no han probado nada.
Sus ya frecuentes apariciones mediáticas están dramatizadas con el recorderis de que su vida corre peligro en este Gobierno, donde reinan los corruptos y se induce al suicidio de experimentados oficiales de la Policía.
¿Y de la Fiscalía General? No se sabe nada. No dice nada. No hace nada. Pasan los meses desde el destape del escándalo de los carrotanques, que hoy es claro que se trata de la punta del iceberg de la corrupción que domina a este Gobierno, y no pasa nada.
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Nadie está vinculado a la investigación y los mencionados ruiseñores de la corrupción siguen cantando, mientras que los proveedores dan lecciones de moral y de estrategia judicial, pero nadie va a la cárcel y nada se ha recuperado de los dineros públicos sustraídos.
Mientras tanto, el Gobierno obtiene triunfos en el Congreso y ha logrado neutralizar el impacto del escándalo con sus acostumbradas cortinas de humo.
Es claro que Pinilla y López cantan y cantan, buscando que el Gobierno los silencie. Pero no de un tiro, así sea autoinfligido. Los gestores de corrupción de la Unidad para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) buscan es más platica.
Es una ecuación ya vieja de la corrupción colombiana. Entre lo pernicioso de la Fiscalía, la indiferencia y el cómodo garantismo eximente de los jueces, las rebajas automáticas de penas y los principios de oportunidad que nunca desmontan las organizaciones criminales de corrupción que dicen atacar, se ha vuelto paisaje ver a los grandes gestores de corrupción purgar moderadas penas privativas de la libertad con mucha tranquilidad y poca preocupación, en lugares especiales de reclusión separados de la población general o en casa o clínica por cárcel.
La ecuación dice que para estos delincuentes permanecer en la cárcel es viable, si el precio es correcto. Si logran robar lo suficiente para organizar a sus familias, asegurarse buenas condiciones de reclusión y pensionarse de por vida, el cañazo vale la pena.
La mayoría logra, además, mantener en control de sus redes de corrupción desde la cárcel y desarrollarlas para que le den más poder cuando cumpla la pena.
Y en eso están Sneyder y Olmedo. Exigiendo y reclamando con el fantasma de su inseguridad presunta, engañan a una perezosa Fiscalía y envían señales de humo a los patrones de la corrupción del Gobierno.
El mensaje es más claro que el agua. No salir salpicado tiene su precio. Le apuestan válidamente a la inoperancia, institucional o voluntaria, de la Fiscalía. Saben que nada realmente se investigará y que lo que voluntariamente revelen será siempre el eje de la investigación y que serán siempre mayores las sombras que las revelaciones en la labor de la justicia.
Saben que el presupuesto de acción de la rama judicial es que el tiempo aleja de la verdad y que por ello la justicia cojea: para que no se sepa la verdad.
Y esperan y dilatan, Sneyder y Olmedo, porque con lo poco o mucho que saben, con lo poco o mucho que hicieron, tienen suficiente para llenar de nuevo sus alforjas.
Corrupción ha existido siempre en este país. Existe por la tolerancia y la falta de propósito de los gobiernos para acabarla. En gobiernos recientes, como el de Santos, se consideraba incluso como un mal necesario para doblegar a la clase política y ponerla a bailar al son de la política de turno del Gobierno.
La corrupción existe también por la tolerancia e indiferencia de la justicia y los entes de control. Estos últimos, las más de las veces, se transforman a su vez en centros de chantaje a corruptos donde la labor de control fiscal o disciplinario se utiliza, no para proteger el erario o propiciar la buena administración, sino para crear un retén y cobrar peaje sobre todo lo que roban.
En este Gobierno, los corruptos campean a su gusto, explotando el hambre y la codicia de la izquierda, ofreciendo sus artes y redes para robar, y postulando alianzas que les permitan perpetuarse en el poder.
Y no todos los corruptos son ajenos a la izquierda, no todos son “secuestradores”. La izquierda tiene sus propios operadores de corrupción que han llenado sus arcas en el poder local y con las cuotas de poder que han ostentado en el pasado.
Mientras compran a Sneyder y Olmedo sus silencios, debemos reflexionar por qué no logramos un consenso creíble para –por lo menos– limitar la corrupción.
Imponer la buena planeación de la contratación y que la regla sean las licitaciones públicas o los sistemas de compra masiva. Seleccionar talentos bajo la premisa de su transparencia y experiencia en la buena administración. Desterrar burocracias secuestradas por los intereses especiales. Reducir el presupuesto de gastos y de nóminas paralelas. Seleccionar contralores y procuradores que de verdad se comprometan con el control. Comprometer a la jurisdicción con la eficacia y la excelencia en la lucha contra la corrupción, otorgando recursos extraordinarios y desarrollando nuevos métodos para investigar estructuras criminales de corrupción.
Son consensos que debemos lograr e implementar desde ahora si de verdad queremos quitarles el control a los Sneyder y Olmedo, y a los que los nombraron en sus puestos.