Columna Miller Soto

OPINIÓN

Mensaje a los arrepentidos

Arrepentirse no es levantar un monumento a la valentía, ni es razón para esperar ovaciones.

Miller Soto
22 de julio de 2025

A propósito del contundente discurso de la representante a la Cámara Lina María Garrido, durante la reciente instalación del Congreso el pasado 20 de julio —cuando se plantó frente al presidente con frases como: “Yo voté por usted, y hoy, tres años después, no hay nada que mostrar” o “Usted traicionó a Colombia”— debo confesar cierta perplejidad ante la velocidad con la que muchos entusiastas han decidido olvidar que personajes como ella ayudaron a perpetrar el desastre que hoy padecemos.

Con asombrosa ligereza los glorifican como si su arrepentimiento fuese una gesta heroica, cuando en realidad se trata de un acto debido, una consecuencia lógica —y quizá tardía— de constatar los efectos de una decisión que jamás debieron tomar.

Es bien sabido que alrededor de la propuesta petrista se agruparon muchos colombianos anhelantes de cambio, que acudieron a las urnas con el corazón henchido de ilusión. Hombres y mujeres de toda condición: jóvenes que soñaban con un país distinto, obreros que creyeron en la promesa de justicia social, amas de casa que vieron en aquel discurso la esperanza de “vivir sabroso”. A ellos —los votantes de buena fe— les ofrecieron un nuevo amanecer. Les mostraron un horizonte sin corrupción, colmado de reivindicaciones largamente esperadas.

Su voto, impulsado por la esperanza, no fue temerario, sino sentimental: confiaron en la pureza de las palabras y en la promesa, tan humana como frágil, de desbordar la política con ética. Su decepción, entonces, es comprensible y hasta legítima. Porque aquello en lo que creyeron nunca ocurrió. En su lugar, se toparon con escándalos, improvisación, promesas incumplidas y una retórica hueca que ha convertido la gestión pública en un espectáculo repugnante.

Pero hay otro tipo de arrepentidos. Aquellos que merecen menos indulgencia. Profesionales, líderes, intelectuales y políticos experimentados que jamás debieron dejarse seducir por la retórica que cautivó a los ingenuos.

Personajes curtidos en mil batallas electorales, conocedores de las entrañas del Estado. Gente que sabía en qué consistía este experimento de extrema izquierda, que intuía el significado de las compañías cuestionables, del pacto de la Picota, de la inestabilidad de su paso por la Alcaldía de Bogotá, y de la inconsistencia de su discurso.

Aun así, decidieron sumar su voto al cómputo final. No lo hicieron por ilusión, sino por cálculo, oportunismo, interés o conveniencia. Por eso, cuando hoy reconocen su embarrada, no esperen aplausos desbordados. Su arrepentimiento no es una hazaña: es una deuda moral. Lo mínimo que pueden hacer por Colombia es asumir su responsabilidad.

Sí, celebremos su confesión —e incluso su valentía al pronunciarla— pero no cometamos el error de elevarla al rango de epopeya. Ellos también deben mirar a los ojos de los colombianos y reconocer, sin adornos ni grandilocuencia, que su voz crítica de hoy es apenas una exigencia mínima ante el desastre que ayudaron a instalar. Y aunque no se trata de excluirlos de la conversación pública ni de condenarlos al oprobio eterno, tampoco es aceptable colmarlos de halagos como si fueran redentores.

Porque un elogio desmedido sería equiparable a adorar y a agradecer de rodillas al secuestrador por liberar al rehén. Lo razonable —y lo justo— es reconocer el arrepentimiento, sí, pero entreverarlo con un reproche digno: “Gracias por rectificar, pero no olvides el precio que el país está pagando.”

El reconocimiento de su error no puede ser un pasaporte hacia el olvido, sino el punto de partida de un compromiso real. Reivindíquense con hechos. Organícense, únanse a quienes reclaman decencia y eficacia, y propongan soluciones serias que superen el simplismo pastelero de las promesas fáciles. Aquí lo inteligente no es huir del reproche, sino transformarlo en una fuerza que impida repetir la insensatez.

Arrepentirse no es levantar un monumento a la valentía, ni es razón para esperar ovaciones. Es, simplemente, cumplir con la obligación moral de quien, con su voto, puede alterar el destino de una nación. Así las cosas, mis apreciados arrepentidos: su rectificación no los convierte en héroes, sino en deudores de una Colombia que aún resiste las consecuencias de su elección. Asuman esa deuda con entereza, no como un favor que nos hacen, sino como el mínimo acto de reparación frente al daño causado. Porque en política, como en la vida, lo justo no siempre es lo cómodo… Pero es lo que toca.

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