
Opinión
Mala hora de la izquierda latinoamericana
Existen notorios signos de agotamiento del modelo expresados en los cambios de la tendencia política en países como Argentina, Ecuador e incluso Perú.
Mucha agua ha pasado por debajo de los puentes de la izquierda latinoamericana desde el Foro de São Paulo en 1990. Un esfuerzo que fue muy exitoso en ubicar presidentes de izquierda a lo largo de toda Latinoamérica. Para muchos latinos, el progresismo representó una posibilidad de implementar un cambio de un modelo, acartonado y elitista, que se antojaba subsidiario de las políticas norteamericanas. También a ese conjunto informe y no muy acotado de ideas y políticas señaladas arteramente como ‘neoliberales’. Esa narrativa que exitosamente los políticos de izquierda lograron posicionar como restrictivas al pueblo y orientadas a favorecer a los empresarios y capitalistas.
Hoy nueve países están gobernados por miembros del grupo de Puebla, esa coalición hija del Foro de São Paulo que ha buscado impulsar políticas progresistas a lo largo de todo el continente. Sin embargo, ese avance parece estar llegando a su límite. Existen notorios signos de agotamiento del modelo expresados en los cambios de la tendencia política en países como Argentina, Ecuador e incluso Perú.
Escándalos también han golpeado severamente a los nuevos líderes progresistas. Estos incluyen condenas por corrupción al expresidente Castillo de Perú y Cristina Kirchner en Argentina. El episodio más reciente son las notorias lujosas vacaciones y gastos excesivos de Andrés Manuel López Beltrán —secretario de Morena— e hijo de Andrés Manuel López Obrador, el ya histórico expresidente progresista de México. Vacaciones que estallaron los principios de austeridad promovidos por AMLO. También abrieron una fisura en la hegemonía de un partido que quiere escapar a las iniciativas monárquicas que nos acompañan desde Bolívar.
En otros casos, el ejercicio caudillista del poder ha sido la manzana de la discordia, como las interminables discusiones de Correa en Ecuador, con sus pretendidos presidentes ‘puppet’. También la ya épica confrontación entre el presidente Arce de Bolivia y Evo Morales, que fue excluido de los comicios por decisión del tribunal supremo y está prófugo de la justicia por un caso de abuso sexual, con hijo incluido, sobre una menor con complicidad de los propios padres. Parece inevitable el retorno de la derecha —o centroderecha— al bastión indígena y americanista del progresismo latinoamericano.
Ni hablar de Colombia, donde el incremento de casos de corrupción ha sido exponencial, además de los prófugos de la justicia del círculo íntimo del presidente y sazonado con los presuntos favorecimientos desde la propia embajada en Nicaragua que dio posada y solicitó la concesión del estatus de residente al principal acusado de orquestar un entramado de favorecimientos a los congresistas, todo a cambio que aprobaran los proyectos de ley del gobierno.
Es evidente que la izquierda latinoamericana está demostrando fehacientemente que, en el ejercicio de la política, no se diferencia de esa derecha “corrupta e insaciable” que aparece en las narrativas que exitosamente le permitió empujar a la calle a las masas insatisfechas para conquistar el poder en los países más grandes de la región. Hoy, una enorme sombra de incredulidad y desánimo cubre a esas mayorías que se consolidaron tras años de esfuerzo.
Pero ¿qué sigue para Latinoamérica después de la deriva progresista que parece inevitable, con la excepción de Brasil, donde posiblemente se mantendrá otros cuatro años, sobre una derecha que no puede superar el cadáver viviente de Bolsonaro? Se vislumbra la decadencia inminente, pero mucho dependerá de la agónica capacidad de reacción de una derecha que parece no querer evolucionar —e irónicamente— de la ya marcada suerte de Venezuela, el mayor lastre del progresismo latinoamericano.
Maduro es un impresentable. Hoy resulta evidente que el chavismo es, ante todo, una estructura mafiosa, comparable a la ‘Ndrangheta de Calabria o al propio Tren de Aragua. Sin legitimidad, tras unas elecciones descaradamente robadas, Maduro se ha convertido en el decano de los líderes progresistas. Condenado ya como cabecilla de una organización dedicada al narcotráfico, no tiene horizonte alguno. Aún peor: está consumiendo el poco oxígeno que le queda a la izquierda latinoamericana. Y es ahí donde Gustavo Petro, si hace todavía más evidente su ya no disimulado apoyo al madurismo, puede cometer el craso error de su carrera política.