
Opinión
Las instituciones resisten
Hemos superado un grave atentado a las instituciones. Otros vendrán.
El ‘decretazo’ es la más grave de las amenazas que hayan tenido que afrontar las instituciones adoptadas en 1991. Si no hubiera sido suspendido por el Consejo de Estado, el perfil democrático de Colombia habría sufrido severo quebranto. Menoscabada la separación de poderes, el Gobierno habría subordinado tanto al Congreso como a los jueces. A veces los golpes de Estado suceden así, de manera paulatina, sin proclamas ni movimiento de tropas. Venezuela es un ejemplo contundente. La Constitución impulsada por Chávez y votada por una amplia mayoría, se utiliza hoy para justificar la dictadura de Maduro.
Debo a Elías Abad Mesa, mi profesor de derecho constitucional en la Universidad de Antioquia, un interés especial por esta disciplina que he seguido estudiando sin rigor alguno. A lo largo de una vida larga que, sin embargo, breve me parece, he sido una especie de picaflor; la vastedad de mi ignorancia se expande por doquier.
Un aforismo que nos viene del derecho romano dice: “Donde hay sociedad, hay derecho”. Este, a su vez, es el instrumento del dominio, no importa de qué manera se haya adquirido o, conserve. Existen, pues, desde el comienzo de la humanidad, dos categorías de personas; los que mandan y los que obedecen.
Tan abrupta realidad es difícil de aceptar por quienes padecen el poder de otros, circunstancia que obliga a realizar toda suerte de malabares para justificarlo. En el antiguo Egipto la figura del faraón era sagrada, tanto que el acceso visual directo estaba limitado a sacerdotes y altos funcionarios; era la forma de evitar que los súbditos advirtieran su condición humana.
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En el orbe cristiano se sostuvo, muchos siglos después, la existencia del derecho de los reyes a gobernar, dotados de poderes absolutos, con fundamento en una vaga afirmación de San Pablo: “Toda autoridad viene de Dios”. En 1793, la Revolución Francesa ejecutó en la guillotina al rey Luis XVI, un método un tanto sangriento para resolver una disputa doctrinaria.
Entonces se adoptó el principio de la soberanía del pueblo, del que se supone que todos hacemos parte. Parecía un gran avance: si el poder radica en el conjunto de los ciudadanos, se rompe la dicotomía entre los de arriba y los de abajo. Marx, que era un aguafiestas, negó de plano esa fórmula. Señaló que la democracia liberal o “burguesa” en realidad era la causa de la opresión de la gente pobre. Era, por lo tanto, necesaria la dictadura del “proletariado”, aunque como este no puede gobernar por sí mismo, lamentablemente y por un tiempo indeterminado, debía instaurarse la dictadura del partido comunista. Los resultados fueron catastróficos. Ese proletariado de Marx bastante se parece al ‘pueblo’ petrista, del que se siente único representante e intérprete infalible.
Este proceso de justificación del poder ha ocurrido en paralelo con los mecanismos para formalizarlo. Durante siglos, el cumplimiento de los pactos políticos dependía de la buena voluntad de las partes, o de la capacidad de una de ellas para doblegar a la otra.
La expedición de la Constitución de los Estados Unidos en 1787 marca un hito. Por vez primera se diseñó una regulación integral de la autoridad estatal, dividiéndola en tres ramas, tal como lo propuso Rousseau en 1748. Nada se dijo explícitamente sobre los mecanismos para hacer prevalecer sus cláusulas ante las decisiones de los poderes subordinados. Pero en un fallo de 1803, la Corte Suprema descubrió que gozaba del poder de inaplicar las normas inferiores que fueran incompatibles con ese estatuto superior. Este es el origen del Estado de derecho, que se instrumenta por medio del control constitucional.
Fue adoptado en aquel país de manera difusa para denotar que se difunde por íntegra la estructura judicial, aunque la Corte Suprema tiene la última palabra. Las leyes que los jueces consideran contrarias a la constitución no se aplican al caso específico que se pretende resolver, pero no son abrogadas.
En 1910 se aprobó en Colombia una gran reforma constitucional que mucho nos ayudó a superar la crisis generada por la dictadura de Rafael Reyes. Allí se estableció el control indirecto al estilo estadounidense, aunque se dio otro paso trascendental: la instauración de un control de constitucionalidad directo o concentrado. Para ese fin se otorgó a la Corte Suprema (hoy a la Constitucional) poder para anular las leyes y otras normas de ese nivel que se consideren contrarias a la Constitución. Cuando así sucede se las declara “inexequibles”. Esta innovación nuestra es pionera en el mundo.
Así le disgusté al presidente Macron y a quizás a muchos otros, el nuestro ha consolidado un liderazgo mundial como experto en asuntos económicos y climáticos, y como apóstol de la paz. Recientemente, ha desplegado sus dotes de jurista para sugerir que el Estado social de derecho, sustituye al Estado de derecho, de donde se infiere la prevalencia de la política social sobre la preservación de la jerarquía normativa y la intangibilidad de la Constitución. Debería ser él mismo, en su condición de vocero supremo del querer popular, y no unos togados sirvientes de la oligarquía, quien defina las disputas sobre la vigencia de las leyes en función de si son o no “sociales”.
Varias cuestiones fundamentales se le pasan por alto. Que el Welfare State, o Estado de bienestar, ha sido incorporado en muchas constituciones, incluida la nuestra en 1936. Que esa circunstancia no altera la jerarquía normativa, aunque sí le confiere a la legislación un contenido que, en algunos aspectos, antes no tenía; que por esa razón el control constitucional que ejercen los jueces, de manera difusa o concentrada, en lo esencial no ha cambiado, ni en nuestro país ni en ningún otro. Y, por último, que el gobierno no ejerce el control constitucional. Por el contrario, son sus actuaciones las que están sometidas a escrutinio.
Nos vienen otras amenazas. Ya Petro y sus dóciles amanuenses nos han avisado que intentarán demoler la Constitución por la vía que llaman ‘octava papeleta’. Y han puesto en duda la legitimidad de los comicios del año entrante, si llegare a ocurrir que el Petrismo no los gane.
Aforismo:“Es mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar la duda”.
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Rechazo, como otros lo han hecho, la inclusión no autorizada de mi nombre en una carta dirigida a un funcionario de otro país.