
Opinión
La resurrección de la carne y la vida eterna, la certeza que florece más allá del dolor
Sus vidas son testimonio de que un solo ser humano, inspirado por lo divino, puede cambiar el destino de millones, como lo intentó hacer Miguel.
Nietzsche proclamó con dolorosa lucidez: “Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado”. Era un doloroso lamento por la pérdida de sentido en un mundo que, al alejarse de lo sagrado, veía que se enterraba también la esperanza.
Y, sin embargo, en medio de ese vacío, surge la posibilidad de un despertar: la experiencia espiritual no se trata de enterrar vivo el dolor, sino de redescubrir la presencia viva de Dios, en lo más profundo de nuestro ser, allí donde la esperanza y la compasión aún laten.
Dios no muere, aunque lo hayan matado. Miguel Uribe Turbay y su madre, Diana Turbay Quintero, como tantos otros mártires de la historia, tampoco han muerto, aunque les hayan arrebatado la vida. Estamos viviendo un duelo que parece perpetuarse en el tiempo, un duelo que nos recuerda que el odio y el resentimiento han sido, tristemente, protagonistas de nuestra historia.
¿Hasta cuándo seguirán nuestras naciones y tantos justos corazones, amordazados por estos crímenes que, asesinan no solo a los inocentes sino también nuestras esperanzas? Y es que es tan devastador el panorama que a veces pareciera que están mejor los que murieron, que aquellos que sobreviven y tienen que resistir en medio del dolor y la desolación.
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En la medida en la que la humanidad vuelva a reconocer la presencia inmortal e imperturbable de Dios, comienza a florecer la verdadera resurrección, la que sobrepasa todo entendimiento humano.
¿Qué hay más allá de nuestra fragilidad y de la muerte que viene caminando hacia nosotros? ¿Cuál es el papel de una vida espiritual en medio de un mundo saturado de ruido, ansiedad y una violencia desgarradora que nos asusta y nos agrede el alma?
Hoy todos nos estremecemos cuando escuchamos la voz quebrantada de María Carolina Hoyos Turbay, hermana de Miguel Uribe Turbay e hija de Diana Turbay Quintero, confieso que aun siendo mi amiga querida y admirándola como la admiro, se me agotan las palabras de consuelo ante un dolor que es humanamente insuperable.
“¡Toda mi fuerza viene de Dios y no soy capaz de pelear con él!”, nos relata Colola, como la llamamos, quienes la queremos; ahogada en su propio llanto, el que nos contagia al escucharla con empatía y solidaridad, la que ella y su abuela doña Nidya tanto nos han enseñado.
“Tengo mil preguntas sin respuesta”, dice aterrada, como estamos todos los habitantes de la tierra ante lo que estamos viendo no solo en Colombia, sino también tantos rincones del planeta que se desmoronan poco a poco. Es estremecedor verla en su foto familiar, en la que aparece acompañada de su madre asesinada, su hermano Miguel, a quien le arrebataron la vida y los sueños de la misma infame manera, y doña Nidya, su abuela, quien murió poco antes que Miguel, por vejez, por pena y por dolor.
Javier Cercas, autor del libro El loco de Dios, en el fin del mundo, nos relata cómo, siendo ateo, viajó a Mongolia con el Papa Francisco, con un único propósito: que se le permitiera hacerle al sumo pontífice una sola pregunta:
…si su madre vería a su padre más allá de la muerte…
La resurrección de la carne y la vida eterna han sido, desde el inicio de la humanidad, una de las preguntas existenciales más profundas y relevantes. Esta inquietud ha inspirado religiones, filosofías y búsquedas personales que intentan dar sentido a nuestra existencia.
Hoy, en una sociedad que corre el riesgo de perderse en lo inmediato y lo superficial, surge una nueva interrogante: ¿cómo creer en la humanidad, capaz de encarnar la belleza, el amor, el alumbramiento, la compasión, la valentía y la resiliencia para reconstruirse después del dolor, y al mismo tiempo ser la misma que puede dar vida a las expresiones y actos más diabólicos, impensables e incomprensibles para el alma?
Solo si nos construimos una sólida y profunda vida espiritual, podremos sobrevivir al dolor y a la tragedia humana que nos golpea.
Esto no lo digo yo para ponerle pañitos de agua tibia a las heridas profundas del alma; lo gritan testimonios como los de Mahatma Gandhi, quien transformó un país sin armas, solo con la poderosa fuerza del espíritu, o como Nelson Mandela, premio Nobel de la Paz, que tras resistir 27 años en prisión, gracias a la fortaleza de su espíritu, logró que un país convirtiera su odio en tolerancia y fraternidad.
A lo largo de la historia, los líderes reales han transformado el rumbo de la humanidad no con armas ni con ego, sino con la fuerza invisible de su espíritu.
Jesús, Buda, Mahoma, Teresa de Calcuta, entre otros, mostraron que el verdadero poder no reside en dominar a otros, sino en despertar la conciencia, como lo intentaron hacer nuestros queridos Miguel y Diana. Así lo escuchamos en las desgarradoras, pero valientes, palabras de María Claudia, su esposa, y de Miguel, su padre, al igual que en las de tantos mártires anónimos, víctimas de estas guerras sin sentido.
Sembrar la paz y encender la esperanza en los corazones, es el único camino hacia la construcción de un mundo más humano, todos ellos rompieron cadenas de odio y división para recordarnos que somos capaces de vivir desde la fraternidad, el amor y la justicia, dejando un legado que trasciende fronteras, religiones e ideologías.
Sus vidas son testimonio de que un solo ser humano, inspirado por lo divino, puede cambiar el destino de millones, como lo intentó hacer Miguel.
Hoy nos sentimos profundamente tristes, pero animados a la vez por el fuego interior que nos enciende los corazones valientes y guerreros como el de María Carolina, María Claudia, esposa de Miguel, el de Miguel Londoño, su padre, y el de cada uno de los seres humanos a quienes les ha sido arrebatado un ser querido.
Hoy elegimos creer en la promesa divina de la resurrección de la carne y la vida eterna. Por eso, sentimos el alivio que trae esa certeza: sí veremos a nuestros seres queridos más allá de la vida y todos nos fundiremos con ellos en un inmortal y cálido abrazo.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.