
Opinión
La hora del coraje
La cultura del miedo que el Gobierno expande demanda aceptar que debemos mantenernos con coraje en la defensa de nuestra democracia en su peor hora.
La violencia selectiva ha sido una herramienta poderosa de la política de izquierda en nuestro país y en el mundo durante décadas. Ha sido también utilizada, de manera lamentable, contra la izquierda por parte de otros grupos violentos y agentes estatales que han violado sus deberes y juramentos con la Constitución y el Estado de derecho.
En Colombia son centenares, si no miles, los casos de eliminación o secuestro de líderes políticos de todas las vertientes por las guerrillas de izquierda, casi siempre avaladas por el silencio cómplice de la izquierda política, cuando no expresamente justificada en la retórica siniestra de la combinación de formas de lucha o las causas objetivas de la violencia.
Hoy, las redes sociales reportan una sensación de regreso a un pasado siniestro. Y quienes se sienten así, tienen razón.
En mi caso es inevitable referirme a dos terribles actos de violencia que padeció Álvaro Gómez Hurtado.
Lo más leído
El primero fue su sangriento secuestro, con el asesinato de Juan de Dios Hidalgo, su escolta, ocurrido el 29 de mayo de 1988 y realizado por un M-19 acorralado militarmente por la reacción del Estado ante el holocausto del Palacio de Justicia. Bajo el lema “paz para la nación, tregua a las Fuerzas Armadas y guerra a la oligarquía”, se justificó el secuestro terrorista en la necesidad de presionar a toda la dirigencia nacional para obtener el diálogo que llevaría a la Asamblea Nacional Constituyente de 1991.
En ese momento, la presión fue sumamente efectiva y se basaba en la intimidación salvaje contra la integridad de la clase política y sus familias. La percepción que buscó transmitir el M-19, y que fue exitosa, era que nadie en el liderazgo nacional estaba a salvo. Bajo la amenaza se abrió un proceso complejo de indulto al M-19 con una garantía de sobrerrepresentación constituyente.
Un grupo terrorista violento, desacreditado y sin representación popular y electoral, ligado al narcotráfico, logró lo inaudito: se impuso sin legitimidad distinta que la capacidad de ejercer el terrorismo, en el rediseño del nuevo marco constitucional.
Muchos dirigentes del M-19 se desmovilizaron sinceramente. Hoy sabemos que muchos otros, que ampliamente rodean y manejan a Petro, nunca se desmovilizaron y controlan instituciones esenciales de la seguridad del Estado y el liderazgo del país como la Dirección Nacional de Inteligencia, la Unidad Nacional de Protección y la Unidad de Información y Análisis Financiero.
Hacen llamados de guerra a muerte, controlan la seguridad de dignatarios, el servicio secreto y el control de lavado de activos, herramientas institucionales que les permiten ‘cumplirles’ a los narcos del pacto de La Picota y a las guerrillas narcotraficantes en el control territorial, y garantizar la impunidad en el narcotráfico y el lavado de sus utilidades. Eso genera, sin duda, para los históricos del M-19 un gran capital de favores concedidos a los peores agentes de violencia del país.
Pero hay otra remembranza que perturba y traigo necesariamente a colación. Se trata —claro— del asesinato el 2 de noviembre de 1995 de Álvaro Gómez Hurtado. Cuando el régimen de Samper, acorralado por el proceso 8.000 y cuando la evidencia de financiación del narco a la campaña del presidente para robarse las elecciones era ya monumental, se empezaron a producir múltiples asesinatos y amenazas contra actores del escándalo.
En el avance del juicio al presidente en el Congreso, en el segundo semestre de 1995, Álvaro Gómez lideró la denuncia de las intimidaciones a los testigos, la manipulación de las “capturas” de los capos del cartel de Cali, denunció la red de complicidades activada por el gobierno y demandó al presidente su renuncia de manera contundente tres días antes a su asesinato.
La debilidad de su esquema de seguridad, la inasistencia del escolta del DAS el día del homicidio, los seguimientos del DAS reportados por Fernando Botero en sus declaraciones ante la fiscalía, la manipulación de la investigación con falsas hipótesis, entre muchas otras evidencias, llevaron en parte a la Fiscalía General de la Nación a declarar en 2017 el homicidio como un caso de lesa humanidad, teniendo en cuenta que altos miembros del gobierno Samper y jefes del cartel del Norte del Valle se concertaron para realizar el homicidio, muy a la manera de lo sucedido años antes en el asesinato de Luis Carlos Galán.
El efecto logrado por el régimen entonces, sin lugar a dudas, fue el de la intimidación de la oposición y de hecho permitió, en medio de sobornos e interferencias, lograr la primera absolución del presidente Samper en la Cámara de Representantes.
Hoy, nuestra democracia enfrenta un desafío demoniaco, que advertimos desde la campaña presidencial y que gran parte de la dirigencia nacional desdeñó ligeramente. La unión de una cultura terrorista que ha obtenido tanto de la sociedad colombiana mediante la violencia y la intimidación, con el control del poderío de las agencias del Estado y la retórica incendiaria, amplificada por el más grande aparato de propaganda oficial de la historia política del país.
Esa combinación siniestra se había expresado ya fuertemente en el hostigamiento digital y bodeguero a la oposición y en las invocaciones a la violencia por parte del presidente. Con fría y siniestra determinación, los estrategas de la locura escogieron una víctima sumamente relevante para avanzar, en lo que podría ser la lógica de un crimen de Estado, en la intención de doblegar a la sociedad para imponer una dictadura.
Miguel Uribe es un líder inquebrantable, articulado, trabajador y comprometido de lleno con la agenda de seguridad. Un líder con legado y proyección. La cultura del miedo, que el gobierno expande paso a paso cuando corre la cerca de la intimidación, demanda de todos los colombianos y de toda la oposición entender y aceptar que debemos mantenernos con coraje en la defensa de nuestra democracia en su peor hora.