Vicealmirante (RA) Paulo Guevara Rodríguez

Opinión

Justicia o revancha: el juicio que divide a Colombia

La figura de Uribe —símbolo de firmeza institucional— se convirtió en un blanco inevitable para la izquierda radical, hoy en el poder.

Vicealmirante (RA) Paulo Guevara Rodríguez
6 de agosto de 2025

En la historia reciente de Colombia, pocos liderazgos han tenido un impacto tan determinante como el de Álvaro Uribe Vélez. Su llegada al poder coincidió con un momento crítico para la República: las Farc avanzaban territorial y políticamente tras el fracaso del proceso del Caguán, propinaban duros golpes a la Fuerza Pública y el Estado había perdido el control de vastas zonas del país. Fue su política de Seguridad Democrática, respaldada por una decidida voluntad política, la que permitió restaurar la autoridad estatal, recuperar la iniciativa frente al terrorismo y devolver a los ciudadanos una sensación de orden y esperanza.

Las nuevas generaciones de colombianos, que no vivieron aquellos años oscuros en los que el país estaba sometido al terror del secuestro, las minas y el confinamiento armado, difícilmente alcanzan a dimensionar el papel histórico de Uribe. Para muchos jóvenes no es el líder que enfrentó con decisión a los grupos ilegales ni el presidente que restituyó la confianza en las instituciones; por el contrario, su imagen parece haber sido deliberadamente distorsionada, víctima de una narrativa ideológica de izquierda. Un rechazo que, en buena parte, obedece más a un proceso de adoctrinamiento psicológico desde ciertos sectores que al conocimiento real de los hechos que marcaron el nuevo rumbo de Colombia.

Bajo su mandato, las Farc fueron debilitadas militarmente y empujadas a la mesa de negociación, no por voluntad propia, sino por la presión sostenida de una estrategia eficaz. No obstante, años después, durante el proceso de paz liderado por el presidente Santos, muchos alertaron que se desmontó prematuramente esa presión, permitiendo que dicha organización transformara su accionar sin renunciar a su objetivo político de fondo: la toma del poder.

El resultado del acuerdo fue, para numerosos sectores, profundamente cuestionable: curules garantizadas, una justicia transicional asimétrica y una seguridad debilitada que abrió espacio al crecimiento de las disidencias y al fortalecimiento del ELN, incluso hoy con mayor número de combatientes. En este contexto, la figura de Uribe —símbolo de firmeza institucional— se convirtió en un blanco inevitable para la izquierda radical, hoy en el poder.

El reciente fallo judicial contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez ha generado seria preocupación en sectores jurídicos, no solo por su aparente carga política, sino también por las visibles debilidades en su fundamento legal. La decisión llegó en un momento particularmente adverso, cuando diversas fuerzas institucionales e ideológicas parecen confluir en su contra.

Paradójicamente, mientras el Gobierno impulsa una ley que permitiría penas reducidas para criminales de alto perfil bajo el paraguas de la “paz total”, al expresidente se le impone una condena de 12 años, lo que muchos consideran una evidente desproporción. Como ha advertido el jurista Martín Eduardo Botero, la sentencia entra en tensión con principios esenciales del Estado de derecho, como la presunción de inocencia y la proporcionalidad, y parece responder más a una narrativa simbólica de castigo político que a una valoración estrictamente judicial.

Pero más allá del caso puntual, que no es más que el enfrentamiento de la izquierda contra la derecha, lo que está verdaderamente en juego es la confianza en la imparcialidad de la justicia. La simultaneidad de este proceso con los múltiples juicios que enfrentan hoy decenas de miembros de las Fuerzas Militares ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) revela un inquietante desequilibrio. Muchos de estos uniformados acuden sin los recursos ni el respaldo institucional necesario para ejercer una defensa técnica adecuada, en escenarios donde la balanza judicial parece inclinarse sistemáticamente en su contra.

Esta asimetría se manifiesta no solo en los procedimientos, sino también en las campañas comunicacionales que amplifican las presuntas faltas de quienes combatieron por la defensa del Estado, mientras minimizan —o incluso invisibilizan— las atrocidades cometidas por los mayores victimarios de la sociedad colombiana. El mensaje que se transmite a quienes hoy portan el uniforme —y a quienes lo hicieron con honor— es profundamente desalentador: que cumplir con el deber puede implicar una mayor exposición jurídica que haber atentado contra la democracia.

Si un expresidente con el reconocimiento nacional e internacional que ostenta Álvaro Uribe puede ser procesado en medio de serios cuestionamientos sobre las garantías judiciales, ¿qué destino espera a oficiales y soldados que actuaron bajo órdenes legítimas y hoy enfrentan procesos sin el mismo margen de defensa?

No se trata de pedir impunidad. Se trata de exigir equilibrio, sensatez y estricta sujeción al derecho. Aún quedan instancias judiciales por agotarse. Lo que el país espera es que la decisión final esté guiada por criterios jurídicos objetivos, y no por cálculos ideológicos ni revanchas disfrazadas de justicia.

Judicializar al mayor símbolo de la recuperación institucional reciente, sin garantías suficientes, podría abrir una puerta indeseable: la internacionalización del caso en tribunales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Más allá del daño personal, ello representaría un grave precedente para la soberanía judicial colombiana y para la credibilidad de nuestras instituciones.

Colombia atraviesa una coyuntura en la que se define no solo el futuro político de una figura histórica, sino la salud de nuestra democracia. Es el momento de que prevalezca la razón sobre la revancha, el derecho sobre la narrativa y la justicia como pilar de verdad, no como instrumento de poder. El país lo merece. Y su historia lo exige.

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