Enrique Gómez Martínez Columna Semana

Opinión

Infamia, hipocresía e interdicción

La infamia y la hipocresía marcaron la semana pasada en términos de interdicción.

Enrique Gómez
8 de septiembre de 2025

La infamia se materializó en las quemaduras en más del 75 % de su cuerpo sufridas por el subteniente del Ejército Miguel Ángel Mejía Gutiérrez, que lo mantiene en estado crítico en cuidados intensivos. Otros de sus compañeros permanecen hospitalizados, víctimas del intento de incinerarlos con gasolina en el marco de una nueva “asonada” de procesadores de coca manipulados por guerrilleros de las Farc del frente Comandos de Frontera, en Villagarzón, en el Putumayo.

Villagarzón se encuentra a menos de media hora de Mocoa, la capital del Putumayo, y es otro de esos múltiples enclaves altamente productivos denunciados por la ONU en su informe SIMCI, desde antes de 2019, y en su última versión de 2025, en el censo de cultivos ilícitos de 2023.

La infamia, por una parte, está materializada en los autores del ataque: comunidades que hacen su agosto con la siembra y procesamiento de la coca, asociadas a las guerrillas o grupos mafiosos. Delincuentes que se creen encima de la ley y que expresan su total inmoralidad y desprecio por la vida y las autoridades. Amparados en una manida falacia de justificación para su dedicación a lo que no es sino una actividad criminal, una que destruye el medioambiente, la cultura y la ética social y la tranquilidad ciudadana. Corrompe, desde hace décadas, a nuestras instituciones, destruye la actividad económica lícita y, año tras año, como lo resalta la ONU, se aproxima a núcleos urbanos, en enclaves altamente productivos como los del sur del Putumayo, subsumiendo toda la actividad económica entre sus garras hegemónicas.

Es en esta última característica donde surge la perversa e infame entrega de comunidades enteras a la agenda criminal. Cuando toda la sociedad de una región se entrega a la ganancia fácil, las presiones y amenazas de los traficantes pasan a un segundo plano al explicar el reiterado fenómeno de copamiento de unidades militares por “civiles” aupados por comandantes guerrilleros y mafiosos.

En el momento en que escribo, se informa de otra “asonada” en El Tambo, Cauca, otro enclave altamente productivo en el piedemonte de la cordillera Occidental, a una hora y cuarenta y cinco minutos de Popayán. Tres oficiales, cuatro suboficiales y sesenta y cinco militares fueron secuestrados por hombres y comunidades al servicio de Mordisco, como herramienta de trueque y condicionamiento de la interdicción.

La deshonra militar es paisaje, y el ministro bufón, deshonra del uniforme, se mantiene en su cargo pescando migajas de poder bajo el pobre argumento de que es mejor que quien entregue la soberanía, destruya el poder aéreo y facilite el desmonte la Fuerza Pública sea un militar en retiro, que cualquier otro aparecido o resentido del Pacto Histórico. La verdad, hace meses que con Pedro Sánchez no se nota mayormente la diferencia con Iván Velásquez.

Y la infamia se suma a la hipocresía del Gobierno y el liderazgo nacional. Cualquiera que sea la postura filosófica, académica o política frente a la interdicción, la realidad es que nuestro país, en el marco de la comunidad internacional, no tiene ya ni la facultad ni la autoridad moral para matizar o mitigar el fracaso de la política de paz de La Habana.

La guerrilla artera nunca pretendió abandonar los cultivos ilícitos. Gran parte de los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación no eran sino fachadas, mamparas, para ocultar el narcotráfico. Santos lo sabía, el establecimiento lo sabía y el Congreso lo sabía, pero decidieron permitirlo para la gracia de Santos, fundador de la desinstitucionalización que hoy Petro simplemente continúa.

La semilla del caos ha prosperado con el apoyo institucional y de la cooperación internacional, bajo el manto justificativo de toda la vida de la guerrilla de los supuestos derechos campesinos al cultivo ilícito, con la precisa y avanzada estrategia, tanto de las Farc como del ELN, de empoderar a comunidades que sustenten autonomías territoriales al servicio del narcotráfico, la ruptura de la soberanía y el fin de la democracia.

Los profetas de la paz y los adherentes del despropósito hoy guardan silencio, miran para otro lado o culpan de todo a la paz total, que no es sino la extensión natural de la misma estupidez que pusieron en marcha en 2016.

La interdicción es inevitable, costosa e impopular entre los que se lucran del cultivo, el procesamiento y el tráfico. Obvio. La interdicción implica, desde siempre, la acción militar y policial del Estado. La penetración del territorio con infraestructura y servicios sin lugar a dudas la hará más sostenible, pero nunca obviará la represión severa y permanente como factor de disuasión.

Sufrimos una enfermedad crónica y por ahora incurable en el contexto internacional. Nada permite anticipar una caída relevante en el consumo mundial o local. La decisión es ¿qué tan graves y peligrosos queremos que sean sus síntomas y qué tan grande puede llegar a ser su metástasis antes de que derroque al Estado democrático?

No existe un camino suave. De nada sirve ocultar la enfermedad o ser ilusos. Al contrario, aceptar nuestro destino, rechazando el canto de sirena que se enriquecen con la droga o que recogen votos o contratos con falacias, solo hará que superemos más pronto la violencia inhabilitante y mitiguemos, así sea en parte, la corrupción social e institucional que nos carcome y logremos un estado de acción y conciencia que marginalice el tráfico a proporciones controlables.

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