Lucas Durán Hernández Columna Semana

Opinión

Honremos a Miguel

Tenemos la oportunidad de proscribir a la historia, junto a toda la violencia y polarización que han generado, a los que expusieron y persiguieron a este mártir que nos deja un sinsabor generalizado.

Lucas Durán
19 de agosto de 2025

El ejercicio de escribir sirve, para muchos de nosotros, como una necesaria terapia en el mar de dolor que inunda al país, derivado del efectivo asesinato al papá, esposo e hijo que fue Miguel Uribe Turbay. Las imágenes que presenciamos la semana pasada, de un niño demasiado joven —e inocente— dejando una rosa sobre el féretro de su padre, estremecieron a toda una generación que dio por hecho el país que recibió de la anterior, de la de sus padres y madres. Como un joven consciente del daño que se está haciendo, debo aclarar de antemano que hago eco de las palabras de la valiente María Claudia Tarazona, quien invitó a toda la Nación a no dejarse consumir por un dialelo de odio, violencia y resentimiento; sin embargo, sí considero imperativo dejar constancia y hacer una especial invitación a mis contemporáneos.

Hay algo que debe quedar claro antes de mirar hacia adelante. El dantesco y calamitoso estado de nuestra patria y de nuestra cultura política, el rompimiento de los acuerdos más fundamentales entre los ciudadanos y el progresivo deterioro de la democracia colombiana han sido el resultado de una creciente minoría que hoy gobierna, pero que desde hace varios lustros decidió encamarse con el narcotráfico para contaminar de derrotismo y fracasomanía las mentes de los jóvenes y los más vulnerables. El actual oficialismo progresista se dedicó, durante mucho tiempo y con pocas evidencias, a enemistar a medio país, acusándolo de ser promotor del fascismo, de genocidio y de los peores crímenes que se han llegado a cometer en nuestra historia colombiana.

Esta actual violencia, la retórica que perfiló a Miguel Uribe Turbay y que ha llevado a validar violaciones al debido proceso en el juicio a Álvaro Uribe Vélez, tiene unos responsables que cualquier persona medianamente cuerda puede identificar. Unos responsables que abusan de los micrófonos presidenciales para vomitar odio y rencor contra compatriotas que se siguen destacando por su espíritu republicano y santanderista.

Debo también reconocer que mucho se ha hablado, sobre todo desde ese sector hipócrita, de la necesidad de desescalar el lenguaje. Quienes tienen el deber de desescalar el lenguaje son los inquilinos del palacio presidencial, los aspirantes presidenciales que, como Daniel Quintero, afirman todavía que lo de Miguel Uribe Turbay fue un autoatentado, o por lo menos uno propiciado por quienes terminarían apoyándolo como la mejor opción presidencial. Alguien debería mencionarle al ya sancionado Quintero que el que las hace se las imagina, por lo que sus absurdeces hablan mucho más sobre su condición humana que sobre sus detractores políticos. Seamos vehementes en mostrar la irracionalidad de ese discurso, las contradicciones y la poquedad ética de los que perfilaron al asesinado senador que ahora —y no por primera vez— se esconden avergonzados en la consigna de la paz y la no violencia.

Confío, igualmente, en que somos más los que realmente queremos salir adelante, somos más los que no nos fijamos en el estrato o el apellido de las personas para juzgar sus cualidades humanas, los que rechazamos esos discursos de odio de clases que se promueven desde las izquierdas para justificar posiciones irracionales y viscerales. El —ya imprescriptible— ejemplo de Miguel nos ha de servir como un faro orientador para todos los que queremos participar de alguna forma en la política de nuestra patria. El suyo es un ejemplo de dedicación, arrojo y servicio a los deseos que pretenden impulsar la República, dotando la todavía incipiente institucionalidad con seguridad, estabilidad y legitimidad electoral.

El no consumado milagro por el que millones de colombianos imploramos a la divinidad debe ahora convertirse en un anhelo colectivo, un anhelo que nos oriente hacia una paz verdadera, ajena a los fracasos y aprovechamientos políticos del ‘pacto habanero’ de 2016. Una paz que no se destaque únicamente por una fugaz ausencia de disparos, sino que logre arraigar el ya añejo deseo de tener una justicia funcional y digna de ese nombre.

Los jóvenes revolucionarios, particularmente, deben comprender que Colombia no es una Nación en donde pueda darse el lujo de votar con la mediocridad ideológica que los caracterizó en 2022, pues eso se traduce invariablemente en más sangre derramada en todos los rincones del territorio, en decenas de miles de desplazados en el Catatumbo y en un número creciente, si bien ignorado, de líderes sociales asesinados por todos aquellos que están cobijados bajo la insulsa paz total.

Los que dimos por hecho las condiciones que heredamos de nuestros padres, y que hasta este actual gobierno desconocíamos lo que era vivir los magnicidios de figuras brillantes, vamos a heredar una Colombia absolutamente devastada, arruinada y corroída en comparación con la que se estaba proyectando a finales de la primera década del milenio. Tal como dicen nuestros abuelos, “quien siembra vientos cosecha tempestades”, y hoy nos corresponde a todos reaccionar contra un régimen que pretende alinear las Fuerzas Militares con la cleptocracia socialista de Venezuela, que persigue a la oposición y que la deja desprotegida ante el auge criminal.

Tenemos la oportunidad de proscribir a la historia, junto a toda la violencia y polarización que han generado, a los que expusieron y persiguieron a este mártir que nos deja un sinsabor generalizado; un mártir que debió ser presidente en lugar de un adelantado e inoportuno vecino de los pabellones del Cementerio Central. Tenemos la obligación de asumir este ingente reto con humildad, pero con grandeza; abandonar los lugares comunes y acudir al rigor para sustentar o criticar las posiciones y políticas que se presenten a la democracia, y, si llega a ser posible lograrlo de nuevo, unirnos en contra del narcotráfico que hoy se ampara en la inacción y la retórica oficial.

Únicamente con el esfuerzo y el sacrificio del hoy podremos mirar a nuestros hijos y nietos a los ojos, con la satisfacción de que lo dimos todo por nuestro país, de que honramos la lucha de Miguel cuando nos embargaba una tristeza y una desesperanza que pensamos derrotadas.

Solo de esa manera podremos aclarar ante los ojos de la historia que Miguel no fue reducido al estatus de mártir, sino engrandecido al mismo; reconocido en su esfuerzo e inmensidad.

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