Margarita Ortega Columna Semana

Opinión

Hasta el final

El cuerpo puede quejarse, pero el alma no tiene calendario y, aunque nos guste vestirla con frases solemnes, la verdad es más sencilla: el alma quiere seguir bailando.

Margarita Ortega
7 de septiembre de 2025

Hay un derecho que nadie nos enseñó a reclamar, ni en las calles, ni frente al espejo, ni cuando entras a un probador, ni delante de tu torta de cumpleaños: el derecho a envejecer.

No, no estoy hablando de envejecer con resignación, ni con manuales de buenas costumbres o de la rancia ‘dignidad’ de la mediana y tercera edad, que algunos pregonan. Hablo de envejecer con la osadía de quienes creemos que la vida merece ser vivida con los pulmones llenos, aunque al día siguiente esos mismos pulmones se quejen, se atraganten o se queden en recuperación de té y bufanda luego de gritar a tope en el concierto de la banda que oías cuando tenías veinte.

Envejecer no es solamente sumar años. Envejecer es descubrir que el cuerpo y el alma no se pusieron de acuerdo en los mismos términos. El cuerpo, ese socio traicionero que te acompañó a todas partes en tus años mozos, empieza a pasar factura: rodillas que crujen como si protestaran; tobillos que se inflaman como si hubieras corrido una maratón, cuando en realidad solo bailaste dos horas seguidas, y gemelos que se sienten como si te hubieras puesto a subir una montaña sin oxígeno.

El alma, en cambio, va por su camino. El alma dice: ‘No importa, salta, brinca, grita, canta esa canción que lleva tres décadas tatuada en la memoria’, y entonces lo haces.

Y ahí, en medio del salto, del grito, de la euforia compartida con cientos de desconocidos que como tú se niegan a soltar el hilo de la emoción, de la intensidad de la vida, del goce, de la plenitud que emerge de sentirlo todo, del placer por el placer, de saberte viva, entiendes que envejecer es, también, un privilegio y que el derecho a envejecer significa poder decir:

‘Aquí estoy, con mi cuerpo desajustado, con mis músculos en huelga, pero con una fuerza interna que no se negocia’.

La felicidad, en la madurez, se parece a un concierto de tu banda favorita. Esa que oías en casetes grabados de la programación de la emisora de la época, la que ponía la música que no escuchaban tus papás o en vinilos que cuidabas como si fueran diamantes.

Vas, saltas, coreas, levantas las manos como si el tiempo no hubiera pasado y por unas horas, en un recinto lleno de luces, humo y canciones que han marcado tu vida, olvidas que el mundo, allá afuera, te empuja a envejecer con discreción, como si hubiera una normativa invisible que dictara que después de los cincuenta uno debe dedicarse a los crucigramas, al parqués o a descubrir el medicamento que lo cura todo.

La felicidad en la madurez viene dentro de una caja de sorpresas que día a día te conmueven, te hacen navegar en mares de comprensión, como un sueño vívido y descarnado, que te maravillan y que te ponen de frente y sin máscaras la vida misma, con toda su belleza y su brutalidad, sin servilletas, sin bolsita para llevar.

Es como cuando al día siguiente del concierto te levantas y descubres que el despertar no es nada glamuroso, que no es la postal de juventud eterna que han pretendido venderte. Es otra cosa: es abrir los ojos y sentir que tu cuerpo parece haber estado en un campo de batalla. Te duele todo: el cuello, la espalda, descubres músculos nuevos, hasta la voz se te queda atrapada en una garganta reseca y torpe… Y, aun así, sonríes.

Porque esa felicidad desbordada, esa energía inagotable del alma, se impone. La resaca del concierto es vida y en ese dolorcito de rodilla se esconde una verdad preciosa: que puedes, que tu cuerpo te recuerda sus límites, pero que tu espíritu le contesta en medio de una carcajada: ‘Vale la pena y lo volvería a hacer’.

Envejecer, entonces, no es un camino lineal, es un camino en contravía en el cual el cuerpo va por una carretera y el alma va por otra. El derecho a envejecer es el arte de empatar esas dos vías, de lograr que se crucen sin chocar y, aunque suene incongruente decir que la memoria de lo que será se construye con el recuerdo de lo que ya fue, en la madurez aprendemos que la vida es precisamente ese enredo de tiempos.

Cuando tu cuerpo te habla, cuando te advierte que no eres inmortal, no es para castigarte, es para recordarte que cada instante es sagrado y que eres libre de dejar que tu cabeza siga flotando en esa banda sonora interminable, en ese coro de voces que son tu himno personal.

Si algo nos regala la mediana edad es la certeza de que la felicidad ya no está en las grandes conquistas, sino en los pequeños momentos: esa hora y media de música en vivo; ese baile improvisado en la sala; esa carcajada con las amigas que te conocen desde siempre; esa tranquilidad que no negocias por nada, ni por nadie, porque sabes que tu paz no se compra en las farmacias; ese aplauso con el que explota el corazón; ese yo que siempre he sido.

Entonces, baila, aunque te duela; salta, aunque te suenen todas las articulaciones; ama, aunque la sociedad crea que ya no te toca; ríete de ti y llora con la misma fuerza con la que aún sueñas. Por fin eres grande para elegir con quién compartes tu tiempo, qué batallas das y cuáles sueltas.

El cuerpo puede quejarse, pero el alma no tiene calendario y aunque nos guste vestirla con frases solemnes, la verdad es más sencilla: el alma quiere seguir bailando.

Nos vendieron la idea de que envejecer era un accidente. Que lo correcto era disimularlo, negarlo o maquillarlo con frases de autoayuda que se pierden en las redes sociales, pero el derecho a envejecer no es cosmético, es político, es tu posición frente a tu entorno, es humano, es espiritual. Es reclamar un lugar en el mundo con la misma fuerza con la que lo hicimos hace treinta años, porque es maravilloso seguir estando en la primera fila del concierto. ¡Por esto valía la pena crecer!

La aprobación sobre mi vida me la doy yo, porque hoy, como nunca, acepto que mi cuerpo cambió, pero que mi espíritu sigue siendo capaz de incendiar una pista de baile.

Envejecer es un privilegio negado a muchos y por eso hay que vivirlo como se vive un regalo: con gratitud. Porque sí, te comenzará a doler todo y a veces sentirás que no puedes más, pero esa es la prueba irrefutable de que sigues aquí, y estar aquí, a estas alturas, ya es una victoria.

Así que quejémonos con gracia, riámonos con elegancia, bailemos con descaro. Reclamemos nuestro derecho a envejecer no como una renuncia, sino como la más insolente de las afirmaciones: estamos vivos y vamos a seguir brincando, mientras la música suene.

Pdta: Gracias, Green Day. Gracias, Bogotá de mi alma por un aguacero inolvidable.