
Opinión
¿Existe la Revolución tendencial? ¿Qué es? ¿Qué hace? Parte 1
El hombre alcanzado por la revolución tendencial vive sin Dios y, en algunos casos, contra Dios.
Lo superficial, lo brutal, lo inmundo, lo impúdico, lo impío, lo pérfido y lo demoniaco han sido constantes en la historia de la humanidad. Sin embargo, en las sociedades alcanzadas por la revolución tendencial, o sea, en las sociedades en las que Dios está socialmente muerto, todas esas tendencias desordenadas, que son manifestaciones de la maldad, ya ni se condenan ni se repudian. Todo lo contrario. Se satisfacen y, por lo tanto, se multiplican.
Tal exacerbación de vicios ha producido revoluciones que se suceden en el tiempo, hasta conseguir, sin más, la universalización del mal y la destrucción del bien, o sea, la sustitución del hombre cristiano por el hombre amoral. En otras palabras: el hombre alcanzado por la revolución tendencial vive sin Dios y, en algunos casos, contra Dios.
Pero, en rigor, ¿existe la revolución tendencial? La revolución tendencial sí existe, y es un hecho observado y comprobable que surge hace siglos, pero que ha tenido una fuerza devastadora y global en los siglos XX y XXI. De hecho, si se observan con atención los cambios profundos y continuos en los valores, la cultura y la educación de la sociedad occidental en los siglos XX y XXI, se comprenderá que tales cambios no son eventos aislados, sino efectos de un proceso coherente y causado, de origen pagano, que ha tenido unos agentes propulsores que se mantienen en el tiempo.
¿Qué es la revolución tendencial? Es una estrategia para desgastar los fundamentos de la civilización cristiana desde adentro, sin grandes estruendos al principio. En este sentido, es la revolución anticristiana por excelencia, pues sus métodos han logrado expulsar a la sabiduría cristiana de las leyes, las instituciones, la educación, la cultura, las costumbres de los pueblos, y de todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil.
De manera que la revolución tendencial es un proceso de destrucción gradual del orden cristiano, a través de la subversión de las pasiones de la sensualidad y el orgullo: “El orgulloso odia genéricamente todas las autoridades y todos los yugos, y más aún el propio principio de autoridad (…) Y porque odia toda autoridad, odia también toda superioridad, de cualquier orden. El orgullo puede conducir, así, al igualitarismo más radical y completo: igualdad entre hombres y Dios, igualdad en la esfera eclesiástica, igualdad entre las diversas religiones, igualdad en la esfera política, igualdad en la estructura de la sociedad, etc.” (Corrêa de Oliveira).
La sensualidad desquiciada es precursora del radicalismo liberal. Su consigna “prohibido prohibir”, que fue lema de la revolución cultural de mayo del 68, afirma una libertad absoluta como principio rector del orden moral. Esta concepción equivocada de la libertad informa todas las narrativas progresistas que se elevan a políticas de Estado y leyes de la República: cambio de sexo y consumo de sustancias psicoactivas en menores; legalización del aborto; prohibición de la objeción de conciencia en hospitales públicos; suicidio asistido; esoterismo como base sociocultural (brujería, santería, prácticas mágicas y parapsicológicas, so pretexto de la “libertad religiosa” y las “prácticas ancestrales”); impunidad criminal, entre otras tendencias jurisprudenciales y normativas de análoga índole. Ya no es la inteligencia la que guía la voluntad y, por ende, la sensibilidad, sino al contrario: se produce la lamentable tiranía de todas las pasiones desenfrenadas, sobre una voluntad débil y una conciencia rota.
¿Qué hace la revolución tendencial? Desordena las pasiones, para trastornar el pensamiento e instrumentalizar las instituciones. En síntesis, la revolución tendencial hace dos cosas: primero, perturba la psicología de las personas. ¿Cómo? Mediante una serie de tácticas que se amplifican y difunden en un aparato cultural y educativo global: cine, plataformas de contenido, prensa, industria editorial, música, arte, currículos educativos de colegios y universidades, políticas y normativas de organismos multilaterales y tribunales internacionales; segundo, construye un imperio mundial cristianófobo a través de la infiltración de cripto-comunistas y ateos y tontos útiles en los partidos políticos de todo tipo, y en todas las instituciones: políticas, jurídicas, financieras, educativas y culturales.
Acorde con todo lo anterior, es posible concluir que la revolución más peligrosa no es la que abre fuego en las fronteras, sino la que opera silentemente hasta conseguir sus propósitos: destruir la familia, relativizar la verdad, trastocar el lenguaje, modificar los sexos, desacralizar la cultura, ideologizar la educación, politizar el derecho, judicializar la política y pauperizar la tradición.