Fernando Ruiz Gómez  Columna Semana

Opinión

Ética y estética

Hoy, quienes nos gobiernan deben tener en cuenta que ese lenguaje impulsivo conlleva la incitación a la violencia.

Fernando Ruiz
28 de abril de 2025

¿Debe la política ser referente sobre la forma en que debemos tratarnos los ciudadanos? ¿Están obligados los políticos a guardar una especial compostura cuando se dirigen a sus contrincantes o ciudadanos? ¿Cuándo la vulgaridad y ramplonería se han transformado en valores de intercambio social? ¿Debemos esperar que nuestros políticos tengan un código de conducta diferente?

Esta semana, dos funcionarios del gobierno, de las más altas dignidades, nos mostraron que la grosería y vulgaridad también se pueden usar como armas para descalificar opositores y funcionarios que no actúan de la manera esperada. Mientras en el primer caso hubo celebración de los miembros del gabinete, en el segundo, desconcierto de parte de los asustados funcionarios que asistieron a la iracunda andanada.

En el artículo 429 del Código Penal se establece: “El que ejerza violencia contra servidor público, por razón de sus funciones o para obligarlo a ejecutar u omitir algún acto propio de su cargo o a realizar uno contrario a sus deberes oficiales, incurrirá en prisión de cuatro (4) a ocho (8) años”. Hasta ahora siempre se había perseguido cualquier irrespeto desde los ciudadanos hacia los funcionarios, pero desde lo acontecido esta semana quedó claro que es necesario también, y con mayor razón, revisar cuando esta se ejerce desde la máxima autoridad del Estado hacia la mayor dignidad del Congreso de la República, o cuando se espeta desde la mayor autoridad sanitaria hacia un funcionario inerme, con el agravante de corresponder a una funcionaria.

Cada vez es más frecuente que algunos influenciadores, desde las redes sociales, utilicen un lenguaje soez y grosero —de manera consuetudinaria y repetitiva— en la búsqueda de la descalificación y el daño moral a los contradictores. Actualmente, las redes sociales son alcantarillas donde pareciera que la palabra se ha transformado, fuese un vehículo de violencia y reemplazo de los argumentos. Dos factores parecen agravar el asunto.

En primer lugar, las políticas tremendamente laxas de las propias redes sociales, particularmente las de mayor uso político. En segunda instancia, un doble estándar en que el respeto a los ciudadanos —particularmente los desvalidos— se valora, mientras los funcionarios y exfuncionarios tienen que aceptar el insulto, la grosería y la falsa acusación —con uso regular de la calumnia—. Es como si la violencia verbal debiera ser aceptada como un costo inherente al hecho de ser figura pública.

¿Es aceptable la vulgaridad como una nueva forma de interlocución en la política? Cuando un funcionario actúa en cualquier ámbito de la vida pública no solamente lo hace como persona, sino también en nombre de la dignidad que representa. La vulgaridad y la injuria han afectado la dignidad de nuestras instituciones y prometen transformar la próxima contienda electoral, no en un debate de ideas, sino en una pelea a cuchillo limpio, en que los improperios e injurias reemplazarán al debate. Se perdió la decencia y ganaron las bodegas donde el anonimato y la bajeza permiten cualquier exabrupto.

Entonces podemos afirmar que la política ha extraviado la estética. Abundarán las justificaciones: que los políticos son corruptos; que la grosería es un bien cultural; que es el lenguaje natural; que la libertad de expresión... Sin embargo, nada de eso es aceptable y siempre hay un límite. Cuando, en cualquier relación humana, se atraviesa la línea del respeto, se ha perdido el mayor bien, la confianza que se manifiesta en el mínimo derecho al buen trato. Y el respeto no es relativo, ni se puede relativizar. Ni siquiera el “estar del lado del pueblo” lo justifica. El respeto no es dicotómico, no hay grados y tampoco matices: hay respeto o existe irrespeto.

Pero no solamente es un tema de las normas y las formas. También es un asunto de la ética. La Real Academia de la Lengua la define como el “conjunto de normas morales que rigen la conducta de la persona en cualquier ámbito de la vida” y esto incluye todos los ámbitos de actuación de las personas.

Hoy, quienes nos gobiernan, deben tener en cuenta que ese lenguaje impulsivo conlleva la incitación a la violencia. Que su responsabilidad es máxima y que ya se han visto casos de amedrentamiento hacia congresistas y funcionarios públicos que han sido afectados en sus lugares de residencia. Como colombianos debemos rechazar esos desafueros, no hay nada que celebrar en ellos, porque llevan la carga del resentimiento y la búsqueda de perpetuar —a través de la violencia— lo que no han podido generar, a través de la gestión y el buen trato, en casi tres años de gobierno.

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