
Opinión
Estar al acecho
Es la actitud que corresponde a felinos, serpientes, halcones y revolucionarios.
Las revoluciones no son eventos que hagan parte de la realidad social cotidiana; cuando se desatan, ocasionan disrupciones profundas, de la misma manera que los grandes cataclismos lo hacen en la naturaleza. Hasta aquí llega el símil. Siempre será malo un terremoto; las consecuencias de las revoluciones son discutibles. La francesa de fines del siglo XVIII introdujo los valores de igualdad, libertad y fraternidad, pero fue la causa de las guerras napoleónicas que asolaron a Francia y a muchos otros países europeos. Lenin, que puso fin al oprobioso gobierno de los zares, prefigura a Stalin, causante —entre otras tragedias— de haber inducido la muerte por inanición de millones de campesinos en un país hoy, de nuevo, martirizado: Ucrania.
Son múltiples las causas de las revoluciones. Tal vez la más recurrente haya sido la disputa sobre la existencia de la divinidad, la manera de reconocerla y asignarle un papel en el gobierno de los hombres. En Galilea, una remota provincia del Imperio romano, surgió una querella religiosa en una comunidad lugareña que amenazaba con convertirse en un problema de orden público. El gobernador Pilatos resolvió cortar por lo sano: aprehendió al revoltoso y lo entregó a las autoridades religiosas que lo condenaron a muerte. La política imperial consistía en que la religión es una cuestión meramente privada: “Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”. No podía imaginar ese diligente funcionario que la figura de Jesús de Nazaret dividiría la historia de la humanidad en dos (y a él lo convertiría en una figura inmortal).
Los cristianos se tomaron el Imperio y ejercieron un eficiente monopolio ideológico que duró hasta el siglo XVI, cuando Martín Lutero resolvió cuestionar algunas de las bases conceptuales de un modelo hasta entonces exitoso, entre ellas nada menos que la autoridad del papa. Ese vigoroso pensador no quiso ceder y obtuvo un significativo respaldo de muchos de los príncipes que gobernaban en el centro y norte de Europa. Tal es el origen de la Guerra de los Treinta Años. Sus consecuencias fueron devastadoras. No cesa uno de preguntarse por qué las ideas sobre la vida eterna causan tan funestas consecuencias en el reino de este mundo.
En la época contemporánea, la fe islámica ha sido un componente fundamental de varios movimientos revolucionarios. En 1979, fue derrocado el sha de Irán por una revolución musulmana que se mantiene en el poder. La revolución islámica más reciente ocurrió en Afganistán, en 2021. Ahora gobiernan los talibanes, una secta religiosa radical que desprecia la democracia y los derechos humanos, en especial los de las mujeres.
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La idea de la soberanía popular también ha sido catalizadora de revoluciones. Al derrocar al rey de España en 1808, Napoleón causó un daño irreversible a la autoridad española en este continente y fortaleció las tendencias a la independencia derivadas de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Allí se escribió: “La fuente de toda soberanía reside en la nación, no en el rey ni en ninguna autoridad heredada”. La chispa revolucionaria prendió en todas las colonias. Al finalizar el siglo XIX, se arrió en Cuba la última bandera española.
Cerrado ese ciclo, en el siglo XX tuvieron lugar las revoluciones proletarias, cuyo exponente principal es la rusa de 1917. Su ambición era enorme: instaurar la prosperidad general y poner fin a los conflictos sociales. Lograrlo sería responsabilidad del partido comunista al que, para que pudiera cumplir tan onerosa responsabilidad, se le dotó de poderes dictatoriales. (La idea de que la dictadura conduce a la democracia, por absurda que parezca, conserva cierto prestigio). Les ahorro los hitos de esa revolución fracasada y de otras del mismo origen, como las de Cuba y Venezuela.
Aunque nada sabemos del curso futuro de la historia, al menos tenemos claro que el cambio, revolucionario o pacífico, nunca cesa. Ahora estamos ante un segundo asedio contra la democracia liberal que proviene de ambas esquinas del espectro ideológico. Trump y Bolsonaro la desafían desde la derecha. Petro y AMLO lo hacen desde la izquierda. Este último recientemente tuvo un éxito colosal: la aniquilación de la independencia del poder judicial. ¡Qué más quisiera nuestro presidente!
Quien nos gobierna ha estado a la caza de un momento insurreccional desde su época de guerrillero. Su propósito fundamental consiste en lograr una movilización popular que lo conduzca al poder como representante único del pueblo soberano. En su discurso del primero de mayo de 2024 habló “del poder constituyente como una fuerza popular que no depende de las élites ni de mecanismos institucionales”, una idea tomada directamente de Antonio Negri, un revolucionario italiano.
Ha realizado varios intentos para lograr esa anhelada insurrección popular. Sin éxito, por ahora. Su objetivo actual consiste en crear un manto de duda sobre la pulcritud de las elecciones del año entrante, camino útil para desconocerlas si acaso llegare a perderlas. No sería extraño que lo haga. Recordemos que desconoció los resultados de las presidenciales de 2018, las que fueron operadas por las mismas autoridades y bajo las mismas normas que le dieron el triunfo en 2022.
Tengo la firme convicción de que nuestras instituciones, como ha venido sucediendo, soportarán el asedio. Estemos alertas. Nada es seguro.
Epígrafe: George Orwell, desencantado tempranamente del socialismo del siglo XX, escribió: “Nadie instaura una dictadura para salvaguardar una revolución, sino que la revolución se hace para instaurar una dictadura”.