
OPINIÓN
En nombre de la justicia
El proceso judicial debe responder a los hechos y a la ley.
El proceso judicial que enfrenta el expresidente Álvaro Uribe Vélez es el típico ejemplo de un juicio penal común convertido en un escenario político de alta tensión. Las etapas públicas del proceso permiten entrever que, para este singular caso, la justicia parece estar al servicio de intereses políticos más que de los principios de objetividad e imparcialidad que deberían regirla.
Este sonado caso ha mostrado un rostro pocas veces visto: un sistema judicial célere y selectivo. Lo anterior invita a preguntarnos si la administración de justicia y sus resultados dependen del nombre que se juzga.
Álvaro Uribe ha sido la figura política más importante de nuestro país en los últimos tiempos, y sobre él orbita, aún hoy, la escena política nacional. Este incansable patriota ha sido reconocido por su lucha frontal contra las estructuras criminales, la protección de la democracia y su constante respaldo a la institucionalidad.
Sin embargo, estas mismas decisiones y políticas lo han convertido en objetivo de la izquierda de este país, que ha instrumentalizado un proceso judicial alejado de los principios fundamentales de imparcialidad, para responder con ánimo revanchista a presiones externas de actores políticos y gubernamentales que superan por mucho el ámbito estrictamente jurídico. En el caso del expresidente, el respeto a la presunción de inocencia y a los derechos fundamentales brilla por su ausencia, y en su lugar se ha facilitado utilizar el proceso para imponer una retórica de burda persecución política que ha comprometido los cimientos estructurales y la integridad del sistema judicial.
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Basta revisar los antecedentes del proceso penal en contra del expresidente Uribe para ver que, desde hace mucho, este trámite judicial olvidó el interés superior del debido proceso. Se desconoció, sin mayor reparo, la noción garantista de ultima ratio del sistema penal, abriéndole paso a la indebida utilización del proceso como instrumento de persecución y retaliación política. En manos de traficantes de falsas narrativas, el único objetivo es dañar y erradicar a cualquier contendor político a través de una vendetta judicial sin cuartel.
Se suma a este contexto que, el pasado 1º de julio, el Consejo Seccional de la Judicatura de Bogotá ordenó, de forma inédita y hasta suspicaz, que no se le asignaran más procesos ordinarios ni acciones constitucionales al Juzgado Cuarenta y Cuatro (44) Penal del Circuito con Función de Conocimiento de la capital, con el único fin de que la jueza se dedique de forma “exclusiva” al proceso adelantado contra Álvaro Uribe.
Lo anterior refuerza la tesis de que la justicia, en este caso, actúa motivada por el nombre y por lo que representa el expresidente Uribe para el país, más que por el fin mismo de la justicia, que sobre las bases de la independencia y la objetividad debe estudiar la necesidad de un reproche jurídico penal sobre una conducta, cuando a ello haya lugar.
La llamativa medida cuestiona seriamente el rol imparcial del sistema judicial, que debería procurar una justicia sin distinciones. La situación es aún más alarmante cuando se traen a consideración los altísimos índices de impunidad en Colombia que superan el 90 % y la falta de recursos y atención a miles de casos que afectan a la mayoría de los ciudadanos. El caso de Uribe, en este sentido, se presenta como un ejemplo de cómo la justicia puede ser desviada de su verdadero propósito y utilizada como una herramienta de persecución política, sacrificando, en el proceso, los derechos fundamentales de los ciudadanos.
El mal uso del aparato judicial para perseguir a quienes piensan distinto o representan una oposición política socava la confianza en las instituciones y pone en riesgo el principio del Estado de derecho. La justicia no puede ceder ante las presiones de congresistas y funcionarios del Ejecutivo, cuya única misión en la vida es construir falsas narrativas en contra del expresidente. Ningún trabajo legislativo relevante se les observa a la camarilla liderada por Cepeda y su grupo de abogados, caracterizado por malas prácticas que atentan contra el decoro profesional.
El proceso judicial debe responder a los hechos y a la ley, no estar al servicio de los intereses de una facción política de extrema izquierda, que busca en una decisión judicial validar su supuesta superioridad moral y ocultar su rampante incompetencia y descrédito.
Confiamos en la independencia del poder judicial y en que la decisión que se tomará en los próximos días estará fundamentada en el derecho y en las garantías procesales que amparan por igual a todas las personas. Esa decisión debe ratificar, de forma contundente, la inocencia de quien, con un inspirador sentido patrio, le ha servido sin descanso al país y a todos los colombianos.
Lo que debe quedar claro para Colombia es que la justicia no puede depender del nombre del acusado, ni responder a presiones políticas, ni prestarse para que unos pocos conviertan un proceso judicial en el instrumento de una vendetta.
El verdadero Estado de derecho se prueba precisamente cuando la justicia no se deja usar como arma ni se arrodilla ante los nombres que incomodan.
Porque ningún nombre, por grande o polémico que sea, debe influir en la justicia.
Es la justicia la que debe honrar su propio nombre.