
Opinión
Ella baila sola
La verdadera intimidad no empieza con otro, sino cuando te reconoces en el espejo sin necesidad de aprobación externa.
El otro día, mientras bailaba salsa con mis amigas, como suelo hacer cada cierto tiempo, se me acercó un tipo. Me ofreció la mano, le sonreí por cortesía y acepté bailar. En la primera media vuelta, con un aire entre intrigado y condescendiente —¡Dios, lo que aburre la condescendencia!—, me preguntó: “¿Y por qué estás sola?”.
Lo dijo bajito, con una sonrisa encantadora, eso sí, pero como si me estuviera preguntando por una enfermedad secreta. “Ya te he visto bailando sola otras veces”, agregó, como si me llevara una bitácora. “¿No sales con alguien? ¿Será que intimidas a los hombres?”, insistió.
Apenas terminó de hablar, sentí que esa canción no era suficiente pista para lo que había desatado en mi cabeza. Lo miré con una mezcla de ternura y risa interna. No me molestó. Me pareció revelador, absurdo en pleno siglo XXI y, además, dicho por alguien que claramente era menor que yo, pero revelador. Al terminar, le di las gracias y me fui con mis amigas.
La anécdota la traigo a colación porque me ha hecho pensar en algo que es momento de confrontar: el mundo no sabe qué hacer con una mujer soltera después de los cuarenta, mucho menos si es una que no está buscando, desesperadamente, dejar de estarlo.
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La pregunta “¿Por qué estás sola?” no se formula desde el interés, sino desde la sospecha. Como si la soltería fuera un fallo estructural. Como si ser una mujer sin pareja en la mediana edad indicara una tara emocional, una deuda con el deber ser, un fracaso, o un ‘pobrecita’, silenciado por la buena educación.
Nadie pregunta “¿por qué estás con alguien?”; todas y todos creen que pueden preguntarte “¿por qué no?”.
Y ahí estamos las mujeres que bailamos solas. Las que nos seguimos convirtiendo en lo que se nos antoja, las que nos pintamos los labios y nos reímos fuerte; damos a conocer lo que pensamos, nos molestan las injusticias y decimos ‘no’ cuando es suficiente.
Las que salimos con las amigas y regresamos sin haberle dado el número del celular a nadie, sin que eso cause algún conflicto interno o un trauma para resolver a los setenta. Las que no tenemos ganas de explicar nuestra soltería como si fuera una desgracia o un proyecto inconcluso, simplemente porque no estamos solas, estamos con nosotras y eso, para muchos, es una amenaza.
La sociedad se acomoda a las mujeres con pareja. Sabe qué hacer con una esposa, con una madre que vive con sus hijos, con una novia, con una ‘casi algo’, hasta con una amante... La gente tiene sus códigos acomodados para enfrentar, incluso, las situaciones más enrevesadas si hay pareja, la que sea, de por medio.
Pero nadie sabe qué hacer con una mujer que se tiene a sí misma, que paga su cuenta, que no se disculpa por tener deseo, ni por decir ‘sí’ cuando quiere decir ‘sí’, y mucho menos con una mujer que ya no está dispuesta a negociar su paz por compañía.
Ahí están las mujeres que juzgan y los hombres —no todos, claro, pero sí una buena cantidad— que siguen pensando que salir con una mujer es algo parecido a dirigir el tránsito, y la mayoría da un poco de sí hasta cuando sospecha que una piensa, que lleva la contraria, que tiene límites y, por supuesto, que tuvo y tendrá una vida si alguno decide pasar a algo más que saludar y luego, sencillamente, decir adiós.
En la mediana edad se encuentra de todo y, particularmente, poca honestidad.
En el llamado, burdamente, mercado del usado, como si el corazón fuera parte del reciclaje del mundo, están los hombres que piden que una no sea tan intensa; que mejor no hablemos de política o que, a rajatabla, una no hable; que parezca que una no se ha enterado de nada; que ojalá no tenga hijos en casa; que parece muy interesante, de pronto demasiado, y no sé si me alcanza para tanto.
Y, olímpicamente, aparecen los que quieren algo serio, pero no emocionalmente exigente: ni mujeres que les cuestionen, ni esforzarse demasiado y, con todo —y más de varias décadas encima, por cierto notables—, siguen buscando quién los cuide, se haga cargo, les organice la vida y cumpla funciones que presuponen ‘tácitamente’ un rol que va entre bombón de madrugada y madre al atardecer. Está como difícil la cosa, porque es que a mí no se me antoja.
El mundo de las citas después de los cuarenta no es una piscina. Es una pecera con agua turbia, donde los peces disponibles flotan con dolores sin procesar, egos inflados y discursos de libertad que en realidad son miedo a comprometerse y a ir al psicólogo.
Todos deberíamos pasar por la consulta de un terapeuta profesional alguna vez en la vida y el que esté libre de traumas, que lance la primera piedra. Silencio.
Vuelvo al dedo que todo lo juzga de las mujeres —no todas, claro—, del que hice un pequeño enunciado un par de párrafos antes. La vigilancia de las que, con o sin pareja, también se han acomodado a las condiciones sociales, porque es que a veces todas llegamos a la idea, consciente o no, de: esto está como muy de para arriba y esa tómbola de felicidad-infelicidad, comodidad y corsé se convierte en vigilancia sobre las demás. ¿Cómo puedes salir un viernes sin un hombre al lado? ¿No te sientes vacía? ¡A mí me daría como hartera o como pena!
Y también están las que se sienten incómodas con tu alegría, porque les recuerda que pudieron haber elegido distinto y las que, aunque no lo dicen, te observan como una hereje emocional.
Al final, ellos y ellas siempre te miran como si fueras una loca en el despeñadero o una pobre mujer sin esperanzas de encajar, y terminan por observarte de reojo o por hablar con palabras condescendientes.
Nada más aburrido, nada más victoriano, nada más distante de la realidad social que hoy atravesamos todos los que hemos cruzado la década de los cuarenta, y más, y tenemos tantas historias que contar con piezas que no casan con las convenciones para una sociedad que se narra en 2025.
Nosotras, las solteras de la mediana edad, somos el espejo incómodo porque representamos la posibilidad de una vida sin molde. Una vida que no se arrastra por el amor, que no se define por la compañía masculina, que no se disculpa por ocupar espacio sola.
Y no, no somos enemigas del amor. Lo que pasa es que ya fue suficiente de ese amor con guion prefabricado, cuotas de sacrificio y promesas imposibles de cumplir que, al final, suenan a todo, menos a un vínculo real.
Es ahora cuando queremos un amor que se parezca más a un deseo compartido que a una deuda emocional. Queremos a alguien que no se asuste con nuestra soledad bien habitada. Alguien que entienda que ya no estamos para validar egos ajenos, ni para curar viejas heridas. Estamos para que nos miren con los ojos bien abiertos y con las manos extendidas para hacer un camino que se construye entre dos.
Puedo asegurar que la soltería en esta etapa no es un castigo, es una conquista. No es la espera pasiva de un amor que venga a completarte. Es la afirmación plena de que hay cosas que ya no estás dispuesta a negociar y que, si llega alguien, que sea para sumar; si no, igual hay música, amigas, vino, proyectos, libros, orgasmos y silencios fértiles.
Porque sí: también hay sexo, con nosotras mismas, con otros y sin culpa. Sin vergüenza. Sin el tabú de ‘ya a esta edad’.
No, el deseo no se jubila ni se apaga con la menopausia. Al contrario. Se afina, se vuelve más selectivo, más sabio, menos urgido, más real.
Aquí estoy, con arrugas, sí; con hijos grandes, sí; en una casa silenciosa, y con la agenda siempre llena. No tengo que demostrarle nada a nadie.
La próxima vez que alguien me pregunte por qué estoy sola, quizá le diga que esa es la pregunta equivocada. Que lo correcto sería preguntar: ¿cómo se vive cuando ya no te da miedo estar contigo? Que la verdadera intimidad no empieza con otro, sino cuando te reconoces en el espejo sin necesidad de aprobación externa.
Y si insiste, le diré que no estoy sola. Estoy ocupada, bailando, viviendo, disfrutando esta etapa como quien se reencuentra con una versión inédita de sí misma. Una mujer que no pide disculpas por tener canas y proyectos, por gozar, por existir en plenitud, aunque el mundo no sepa en qué casilla ubicarla.
Estoy conmigo y eso es más de lo que muchos logran en toda una vida.
Por eso, esa noche, regresé a la pista y seguí bailando sola.