
Opinión
El turno es para los gremios
Si bien es cierto que han existido algunos intentos de diálogo entre el gobierno y los gremios, la mayoría de las reformas propuestas han sido recibidas con fuerte resistencia.
Como ya es habitual cada vez que estalla un escándalo en su gobierno, el presidente de Colombia recurre a las ya conocidas cortinas de humo. La estrategia es simple: desviar la atención pública de los hechos que lo desprestigian, especialmente cuando se trata de casos de corrupción que involucran a funcionarios cercanos.
La semana pasada no fue la excepción. Esta vez, el blanco fueron las organizaciones gremiales del país. De manera irresponsable, el presidente acusó públicamente, a través de su cuenta en la red social X, a un destacado dirigente gremial de estar involucrado en una supuesta conspiración para derrocarlo. Según su publicación, un líder gremial, un exfuncionario de su gobierno y un senador de Estados Unidos harían parte de un “acuerdo nacional” para “tumbar al presidente”.
Estas afirmaciones no pueden entenderse como simples comentarios aislados. Responden a una estrategia política premeditada con dos objetivos claros: primero, profundizar la polarización entre los colombianos; y segundo, victimizarse ante su base electoral para fortalecer su narrativa de persecución. Esta fórmula, aunque reiterativa, le sigue generando réditos entre sus seguidores.
Todo esto ocurre mientras los escándalos de corrupción dentro de su administración se vuelven cada vez más frecuentes, y los implicados, cada vez más cercanos al círculo presidencial. Lamentablemente, ya no pasa una semana sin que surja un nuevo caso que involucre a funcionarios de alto nivel, lo que incrementa la desconfianza ciudadana y profundiza la crisis de credibilidad del gobierno.
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La estrategia es la misma de siempre —como lo he denunciado en múltiples ocasiones en esta columna— y es la misma que utilizaron y siguen utilizando Hugo Chávez y Nicolás Maduro frente a situaciones muy similares a las que hoy enfrenta el actual gobierno colombiano. Por eso es importante recordar algunos antecedentes del caso venezolano para entender mejor lo que está ocurriendo.
Durante el gobierno de Hugo Chávez, quien asumió la presidencia en 1999, se consolidó una política de confrontación abierta contra los gremios y las organizaciones productivas. Esta “guerra” tuvo características claras: Chávez señalaba a los gremios empresariales como aliados de las élites económicas y enemigos del pueblo trabajador, a quienes acusaba de intentar desestabilizar su régimen. Con ese discurso populista, logró dividir al país entre “ricos oligarcas” y “trabajadores aliados del pueblo”, construyendo una narrativa de lucha de clases que justificaba cualquier ataque institucional.
Tanto Chávez como Maduro impulsaron reformas laborales, no con el fin de promover el empleo formal o el desarrollo económico, sino con el objetivo de consolidar el poder de sindicatos afines al régimen. Estas medidas, disfrazadas de justicia social, respondían a una lógica de control político y de debilitamiento de cualquier forma de organización independiente. No es muy distinto de lo que buscaba la fallida reforma laboral en Colombia, archivada recientemente en el Senado.
En Venezuela, cada vez que un gremio se atrevía a cuestionar las políticas del régimen, la respuesta era más autoritarismo: persecución, estigmatización y acusaciones de conspiración para derrocar al gobierno. Con el tiempo, estas acciones lograron desarticular casi por completo al aparato gremial independiente del país. Los pocos gremios que aún subsisten están marginados, debilitados y sin capacidad de defender los intereses de sus sectores.
Lo que se vivió en Venezuela no fue una coincidencia ni una excepción. Fue el resultado de una estrategia deliberada. Y preocupa que esa misma hoja de ruta parezca estar siendo aplicada hoy en Colombia.
Por eso no debe sorprendernos que, siguiendo el mismo libreto que ya hemos denunciado en varias ocasiones, el gobierno del presidente Gustavo Petro repita las estrategias utilizadas por los regímenes autoritarios de la región. Lo hemos visto con la mal llamada reforma agraria, basada en la distribución de tierras sin criterios técnicos ni sostenibles. Pero aún más preocupante es la manera en que, desde su rol como comandante en jefe, ha minado la moral y la capacidad operativa de las Fuerzas Militares. Esta acción deliberada, al igual que en Venezuela, busca mantener polarizado al país, dividiéndolo entre una supuesta élite rica y oligarca —que “oprime” al pueblo— y los sectores populares que el gobierno pretende convertir en sus únicos aliados, bajo la falsa premisa de que solo él gobierna para ellos.
En este contexto, no sorprende que, por primera vez en la historia reciente, se acuse públicamente a un líder gremial de estar vinculado con una conspiración para derrocar al presidente. Lo más grave es que dicha acusación se lanza desde la cuenta oficial del mandatario en la red social X, sin mencionar ningún nombre, generando así una sombra de sospecha sobre todos los gremios del país. Con ello, el gobierno busca alimentar una narrativa de persecución, en la que Estados Unidos —enemigo tradicional de los gobiernos de izquierda radical— aparece como el supuesto patrocinador de una alianza contra el presidente.
Esta estrategia, lejos de ser improvisada, forma parte de un plan sistemático para profundizar la división nacional. La acusación sin pruebas, lanzada públicamente, ha deteriorado aún más la ya tensa relación entre el presidente Petro y los gremios económicos. Desde el inicio de su mandato, el gobierno ha confrontado abiertamente a ciertos sectores productivos, especialmente los relacionados con la minería, los combustibles fósiles y la agroindustria. No solo ha buscado desprestigiarlos, sino que incluso ha obligado a empresas estatales a retirarse de los gremios que representan estos sectores estratégicos.
A esto se suman las instrucciones, igualmente cuestionables, impartidas por el presidente a sus funcionarios para que enfrenten y desacrediten a los líderes gremiales que no respaldan sus políticas. Su objetivo es claro: debilitar la economía de mercado, estatizar progresivamente los sectores productivos y avanzar hacia un modelo centralista y autoritario, similar al que hoy rige en Venezuela, Nicaragua o, en su momento, en Argentina. Todas estas acciones atentan contra la libre empresa, la propiedad privada y los principios democráticos sobre los que debe sostenerse cualquier república moderna.
Si bien es cierto que han existido algunos intentos de diálogo entre el gobierno y los gremios, la mayoría de las reformas propuestas han sido recibidas con fuerte resistencia. Esto se debe a que el Ejecutivo, en lugar de construir consensos, ha optado por imponer sus iniciativas, ya sea mediante el uso de mayorías legislativas —alimentadas por la ya conocida “mermelada”— o incluso apelando a mecanismos como las consultas populares. Estas estrategias buscan validar políticas que, según los gremios y sus líderes económicos, amenazan seriamente la inversión, la estabilidad institucional y el crecimiento económico del país.
No cabe duda de que en el tiempo restante de este gobierno veremos desplegarse una variedad de tácticas, propias de regímenes de izquierda radical, algunas dentro del marco legal y otras claramente al margen de la institucionalidad, con un único propósito: aferrarse al poder.
Un ejemplo más del desorden institucional se vivió el pasado 7 de mayo de 2025, cuando mediante el Decreto 0499 se anunció el nombramiento de Armando Benedetti como encargado de las funciones presidenciales durante el viaje del presidente a China. Sin embargo, poco después, el mandatario se retractó y delegó esas funciones en Guillermo Alfonso Jaramillo. Lo que comenzó como humo blanco terminó convirtiéndose en humo negro, reflejo del caos y la improvisación que caracterizan a este gobierno. Una vergüenza institucional que deja en evidencia la falta de seriedad en el ejercicio del poder.