
Opinión
El poder detrás de la ‘deuda ancestral’
Nada en estas movilizaciones es espontáneo.
Las recientes protestas en Bogotá y en varias regiones del país, marcadas por bloqueos, vandalismo y actos de terrorismo, confirman que Colombia vuelve a recorrer un camino conocido: el de la protesta convertida en herramienta de poder. Bajo el ropaje de reivindicaciones ‘ancestrales’ y causas sociales, se oculta una estrategia política cuidadosamente orquestada, orientada a mantener viva la confrontación y preparar el terreno electoral de 2026.
Nada en estas movilizaciones es espontáneo. Las consignas, los métodos y los protagonistas son los mismos que incendiaron al país en 2021, pero esta vez el libreto se ejecuta con mayor coordinación, respaldo logístico y menor disimulo. Lo que antes se conocía como la Primera Línea parece haber resurgido bajo una forma más amplia, más estructurada y con ambiciones políticas: el Congreso de los Pueblos, una especie de ‘Estallido Social 2.0′.
El Congreso de los Pueblos se presenta como una plataforma diversa que agrupa comunidades y movimientos sociales bajo la bandera de la ‘participación ciudadana’ y la ‘ley popular’. Sin embargo, detrás de su discurso reivindicativo se percibe una agenda ideológica que utiliza las legítimas demandas sociales como instrumento político. La llamada ‘deuda ancestral’ se ha convertido en un argumento tan amplio y difuso que justifica cualquier reclamo, convirtiendo la reparación histórica en una causa inagotable y, por tanto, en un recurso permanente de presión y confrontación.
Uno de sus voceros, Eduardo León, manifestó abiertamente su apoyo al dictador Nicolás Maduro, atribuyendo el colapso venezolano al ‘bloqueo económico’ de Estados Unidos. Tal afirmación omite que el régimen chavista, tras más de un cuarto de siglo en el poder, es responsable del saqueo de uno de los países más ricos del continente y de la mayor crisis humanitaria del hemisferio, con cerca de ocho millones de migrantes. Mientras culpan a Washington de pretender apropiarse de los recursos naturales, guardan silencio frente a la represión, la censura y el hambre del pueblo venezolano.
Otro de los reclamos de estas marchas es el cambio de la doctrina de seguridad nacional, bajo el argumento de que construye un ‘enemigo interno’. Exigen desmontar el paramilitarismo como causa única del conflicto, omitiendo a los verdaderos responsables de la violencia: el ELN, las disidencias de las FARC y el Clan del Golfo. Tampoco faltan las consignas de apoyo a la causa Palestina, aunque ya está en marcha un acuerdo de paz, ni las expresiones de solidaridad con protestas indígenas en Ecuador, lo que evidencia un discurso internacionalista alineado con las corrientes más radicales de la izquierda latinoamericana.
Diversos analistas advierten que la agenda del Congreso de los Pueblos navega en la misma dirección que las exigencias del ELN en la mesa de negociación. No es un paralelismo casual: sus antecedentes —incluidos procesos judiciales contra algunos de sus miembros por vínculos con el Frente Domingo Laín en 2015— sugieren que este movimiento podría operar como la proa política de esa organización, a juzgar por la coordinación y el respaldo logístico que acompañan sus acciones.
Tampoco pasa desapercibida la coincidencia entre el discurso del Congreso de los Pueblos y el del Gobierno nacional. Ambos promueven una narrativa de confrontación y lucha de clases, exaltan la movilización popular como herramienta de cambio y convergen en la idea de una Asamblea Nacional Popular Constituyente para ‘refundar’ el Estado.
Resulta preocupante la evidencia de un plan cuidadosamente orquestado que va más allá de la simple protesta social. Las acciones coordinadas —como la toma violenta de oficinas públicas, el ataque frente a la embajada estadounidense, los bloqueos a la movilidad, la ocupación de la Universidad Nacional y la irrupción en el centro comercial San Martín— reflejan una estrategia calculada para generar caos y mantener la presión en las calles. Este libreto marca un pésimo precedente para las futuras movilizaciones, que corren el riesgo de escalar hacia expresiones de vandalismo y terrorismo, como el uso de flechas envenenadas y artefactos incendiarios contra la fuerza pública. Lejos de ser manifestaciones legítimas, estos hechos constituyen delitos tipificados en el Código Penal y deben ser penalizados como corresponde.
Mientras tanto, los bloqueos en otros sitios del país —muy probablemente vinculados a estas movilizaciones— continúan asfixiando la economía. Según la presidenta de Colfecar, el año pasado se registraron al menos 800 bloqueos y, en lo corrido de 2025, ya van 700, con pérdidas estimadas en 1,9 billones de pesos. La afectación a la vía al mar hacia Buenaventura —arteria vital del comercio exterior— y los recurrentes cierres en la Panamericana mantienen a Nariño y Cauca al borde del colapso económico.
Ante el evidente desgaste de su gestión, caracterizada por la improvisación, la inestabilidad y la falta de resultados, el actual proyecto político parece intentar trasladar la responsabilidad de sus propias falencias al ‘establecimiento’ y a factores externos. En medio de esa crisis de legitimidad, se recurre a las llamadas ‘reivindicaciones populares’ como mecanismo de movilización y distracción, alimentando un discurso de victimización frente a actores internacionales y de confrontación interna. Lo que se observa hoy no es una expresión genuina de protesta social, sino un cóctel explosivo en el que se mezclan intereses políticos, dinámicas criminales, posibles fuentes de financiación irregular y una narrativa de lucha permanente que busca mantener la tensión en las calles.
Corresponde al próximo Gobierno asumir con responsabilidad la tarea de cerrar los vacíos jurídicos que hoy limitan la acción del Estado frente a la violencia disfrazada de protesta. Es imperativo definir un marco legal claro para la Unidad de Diálogo y Mantenimiento del Orden (UNDMO), dotándola de herramientas y equipos adecuados —incluidas armas no letales— que garanticen su misión y protejan la vida de sus integrantes; extensivo incluso al Ejército, que muy seguramente tendrá también que intervenir.
El panorama político se oscurece. Todo indica que las luchas sociales serán el combustible del próximo ciclo electoral, mientras los grupos armados —dueños de amplias zonas del país— podrían instrumentalizar las protestas para imponer su agenda. Según la MOE, el escenario electoral podría ser el más violento de los últimos años: en muchas regiones, el voto ya no es una opción libre, sino una imposición bajo amenaza. La protesta legítima estaría siendo secuestrada por estructuras criminales y movimientos ideologizados que, bajo la bandera de la ‘resistencia popular’, buscan doblegar al Estado y manipular la democracia desde la calle.