
Opinión
El papá de Miguel Uribe y su sinceridad
Comprensible que no quisieran la presencia de quien bombardeó a insultos y calumnias a Miguel y a su abuelo materno.
Hay que ser coherente y decidido para pedir al presidente que no asistiera ni él ni nadie de su gabinete. Y para pronunciar un discurso sincero, directo, alejado de lo políticamente correcto y de la hipocresía tan frecuente en las relaciones formales. Hacerlo, además, ante el altar de Dios y los padres de la Iglesia que habían intentado, infructuosamente, rebajar la tensión.
Comprensible que no quisieran que la presencia de quien bombardeó a insultos y calumnias a Miguel y a su abuelo materno, y cuestionó el profesionalismo del cuerpo médico que trabajó lo indecible por obrar el milagro, empañara la emotiva y solemne despedida.
En el momento más duro de su vida, porque nada es más terrible que perder a un hijo, Miguel Uribe Londoño expresó lo que sentía, lo que anhelaba transmitir a los colombianos, lo que su primogénito habría manifestado.
Dedicar parte de su intervención a destacar la personalidad de Álvaro Uribe, única ausencia que lamentaron en las honras fúnebres, y poner el énfasis en la necesidad de recuperar “la seguridad” para que Colombia avance denota carácter y fidelidad a unos principios.
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Desde la distancia, el fundador del Centro Democrático debió sentirse orgulloso y recompensado por haber otorgado un papel protagonista a Miguel años atrás, un gesto criticado e incomprendido en su partido en aquel momento. Y no solo por el reconocimiento que le hizo el papá de su pupilo, sino por el legado de honestidad y firmeza que deja el joven político al que solo las balas pudieron silenciar.
Los dos meses en la Fundación Santa Fe, rodeado del fervor de millones de compatriotas que jamás perdieron la fe en su recuperación, acercaron más a Miguel y a su familia al ciudadano del común. Descubrieron a un ser humano bueno, cariñoso, responsable, ameno, polifacético, y a un político serio, estudioso, de valores cristianos, preocupado por el país y convencido de que podría cambiarlo.
Pero su muerte, lejos de unir, ha ahondado la división entre la izquierda radical, que llegó al extremo de burlarse del atentado, cuestionar a la Fundación Santa Fe e inventar hipótesis demenciales, y el centroderecha, que llora la partida de Miguel.
Aunque el pecado original de la inseguridad que vive Colombia en la actualidad partiera del santismo, que despreció la voz de las urnas tras encubrir una pésima negociación con mentiras, trampas, impunidades, a Miguel lo mataron bajo el Gobierno de Petro. Un exguerrillero que habla de una supuesta paz total, que solo ha generado más violencia, mientras alardea de su pertenencia a una banda armada y agita banderas de muerte.
Y, por si no fuera suficiente, ahora pretende asociar a Colombia con el régimen tiránico del vecino, que, además, es protector y socio del ELN y la Nueva Marquetalia.
El siniestro plan de Petro con la mafia de Miraflores, los secretos fines que persigue, así como la virulencia de sus últimos mensajes, deberían hacer saltar todas las alarmas. La sola idea de que la cúpula militar colombiana acepte coordinar acciones con los capos del cartel de los Soles y sus sicarios guerrilleros, incluido el intercambio de inteligencia, sería suficiente para provocar una dimisión en cadena.
Se antoja inaceptable que los generales de una república democrática acepten cooperar con sus pares chavistas, principales pilares de la dictadura, autores de crímenes de lesa humanidad y atracadores de fondos públicos.
En Colombia, por fortuna, ha sido siempre ley sagrada someter el mundo castrense al poder civil. Pero dimitir por dignidad, en señal de rechazo a tamaño ultraje que pone en grave peligro a nuestra democracia, no es inconstitucional ni violatorio de norma alguna. Solo un gesto para resaltar el inmenso error de una deriva que solo conduce al abismo.
Porque también conocen que Iván Márquez reside en Venezuela, como aliado del chavismo, desde los tiempos de Hugo Chávez y Juan Manuel Santos, y que estuvo internado en un hospital caraqueño para capos tras el ataque que casi lo manda al infierno, y que el primer comisionado para la paz, Danilo Rueda, estuvo atento a su evolución.
Asimismo, supieron que el Paisa, Romaña, el Zarco Aldinever y demás matones armaron los campamentos en suelo venezolano bajo el ala protectora de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello.
En lugar de perseguirlos, el Gobierno Petro permitió la expansión inicial de la Nueva Marquetalia (NM) y, cuando Iván Mordisco estaba a punto de extinguirla en una guerra fratricida, le aplicó el oxígeno suficiente para sobrevivir, según campesinos en una de las pocas zonas donde hacían presencia.
Y en julio pasado, en el momento en que las investigaciones del atentado contra Miguel giraban hacia la NM, corrieron a señalar al Zarco Aldinever, como si la mano derecha de Márquez tuviese autonomía para decidir un magnicidio.
Mantengo la hipótesis de que fueron Nicolás Maduro e Iván Márquez los cerebros del crimen, aunque creo que nunca llegarán a ellos. Y que asesinaron a Miguel por ser el precandidato favorito del Centro Democrático.