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Opinión

El FOMO de la unión

Los que gritan unión desde el miedo no confían en lo que dicen representar.

Miller Soto
9 de noviembre de 2025

En la política colombiana, especialmente en ese espectro que se asume como “derecha”, la palabra unión se ha vuelto un mantra. Se pronuncia con solemnidad, casi como una advertencia bíblica: “O nos unimos o nos jodemos”. Pero esa frase, más que una estrategia, parece un síntoma. Y lo que revela no es fuerza, sino pánico: debajo de esa consigna se esconde una mezcla corrosiva de miedo, presunción y mala memoria.

Los que gritan “unión” desde el miedo no confían en lo que dicen representar. Es como si tuvieran la sensación de que su proyecto no levanta pasiones, que no mueve fibras, que no motiva. Es el síndrome del FOMO político: ese terror paralizante a quedarse por fuera del reparto, a no figurar en la foto de la componenda. Y el miedo, en política, huele.

Esa inseguridad, en lugar de seducir, espanta.

Del otro lado están los presuntuosos: personajes que predican la unión vendiéndose como piezas clave del rompecabezas. Esos que electoralmente tienen poco —a veces nada—, pero saben mostrarse imprescindibles. Inflan su peso político a punta de micrófono y likes, pretendiendo que su adhesión es garantía de triunfo. Venden humo. Y lo venden bien.

Y aquí está lo perverso: los miedosos acaban sirviendo a los presuntuosos. El pánico de unos se convierte en la oportunidad de otros. Y así, la tan invocada unión termina siendo una colcha de retazos mal cosida: una suma artificial que premia a los ruidosos, no a los útiles. Una coalición donde todos quieren ser generales y nadie soldado.

Sumado a ello, como si la historia no enseñara nada, más de uno quiere que se repitan errores pasados. Olvidan que en 2018, por ejemplo, Vargas Lleras llegó con toda la maquinaria y las estructuras “unidas”, pero terminó cuarto. Y aunque algunos lo prefieran ignorar, ese fue un precedente con tres lecciones: el poder de los clanes no siempre se traduce en votos; el supuesto “centro decisivo” ya fue probado y fracasó estrepitosamente; y las estructuras aceitadas desde Bogotá sirven para repartir puestos o contratos, pero no para ganar elecciones presidenciales.

Cuatro años después, en 2022 confirmó la lección: la segunda vuelta no la definió ninguna coalición. La definió el fervor. De un lado, Rodolfo Hernández encarnó el antipetrismo; del otro, Gustavo Petro explotó el resentimiento y el anhelo de cambio. Lo que movió a los votantes no fueron alianzas, sino emociones. No fue la unión, sino el fuego. Pasión pura, visceral, desbordada.

Ese patrón no es exclusivo de Colombia: en 2016, Trump encendió un fervor que pulverizó las viejas maquinarias. En Argentina, Milei demolió un sistema entero sin padrinos ni estructuras. Lo que los llevó al poder no fueron las coaliciones, sino el ardor de las convicciones.

Hoy Colombia vive un choque de fervores. De un lado, el fervor menguante de un gobierno que aún respira gracias a la burocracia atrincherada, el antiuribismo reflejo y una sorprendente impermeabilidad a los escándalos. Del otro, el fervor creciente de una ciudadanía decepcionada, traicionada, cansada de las promesas vacías y de un presidente más dedicado a alimentar su ego que a cumplirle al país.

Pero atención: el fervor contra algo no basta. Nunca basta. Los odios movilizan, sí, pero el entusiasmo construye. El resentimiento puede ganar una elección; el propósito, en cambio, puede transformar un país. Solo el fervor a favor de algo —de una propuesta creíble, de una visión coherente, de un futuro que se pueda tocar— puede derrotar el fervor que emerge del rencor. Porque el odio es combustible de corto plazo; el propósito, en cambio, es de largo aliento.

La buena noticia es que, después de tantos engaños y decepciones, el elector colombiano ha madurado. Ya no se deja impresionar por pactos entre discursos o apellidos rimbombantes ni por fotografías de coaliciones improvisadas. El ciudadano está cada vez más atento, más escéptico, más exigente. Empieza a distinguir entre quienes buscan poder y quienes encarnan propósito.

No se trata de rechazar la unión como mecanismo de encuentro o de coincidencias. Se trata de no idolatrarla. De no percibirla como el factor indispensable que determina el triunfo. No lo es. Mucho menos cuando se origina en miedos y presunciones que hacen de la “unión” una farsa. Una simulación que impresiona en el papel, que se ve bien en los titulares, pero que no agita, no mueve, no emociona. Las simulaciones no hacen que la gente salga de casa a votar con la convicción de que algo puede cambiar.

En política no gana el que más se une. Gana el que más convence. Gana el que despierta fervor.

El reto no es sumar estructuras muertas, sino encender la chispa que Colombia está esperando. Porque sin esa chispa, toda la unión del mundo no es más que un pacto entre náufragos. Y los náufragos, por mucho que se abracen, igual terminan por hundirse.

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