
Opinión
El Caribe, en la mira: “De la implosión de un régimen a la explosión del crimen transnacional”
El Cartel de los Soles, el Tren de Aragua, facciones del ELN, la Segunda Marquetalia y las disidencias de las FARC actúan como corporaciones criminales con alcance transnacional.
El hundimiento de una lancha cargada con cocaína y la muerte de 11 tripulantes procedentes de Venezuela, interceptada por fuerzas estadounidenses en aguas internacionales del Caribe el pasado 1º de septiembre, no fue un hecho menor. Más allá de un golpe singular y táctico al narcotráfico, en una operación definida como un kinetic strike, marcó el inicio de una nueva fase en la estrategia de Washington hacia Venezuela y el Caribe. La orden ejecutiva firmada por Donald Trump habilitó interdicciones, operaciones de disuasión activa y ataques de precisión contra lo que ha definido como redes narcoterroristas. Con el Cartel de los Soles y el Tren de Aragua señalados como amenazas directas contra la seguridad nacional de los EE. UU., y con Nicolás Maduro oficialmente catalogado como enemigo estratégico, la Casa Blanca cruzó un umbral que cambia las reglas del juego en el hemisferio. Pero claramente se evidencia que la misión es otra, los objetivos estratégicos son distintos y los cursos de acción por venir marcarán el desarrollo de un plan, cuyos propósitos finales aún son inciertos. Abrir esa caja de pandora tiene sus riesgos, y si bien conocemos el inicio no sabemos cómo terminará. Lo único claro es que el botón rojo ya fue presionado.
Este movimiento se inserta en una tradición histórica. Más de un siglo atrás, el almirante Alfred Thayer Mahan —padre de la estrategia marítima estadounidense— sentenció que “quien domina el mar, domina el comercio; y quien domina el comercio, domina el mundo”. Esta máxima, que parecía relegada tras la Guerra Fría, vuelve hoy a cobrar vigencia en el Caribe. Con una fuerza aeronaval de casi siete mil efectivos desplegados en la región, y con una Fuerza de Tarea Naval focalizada en Puerto Rico que hace las veces de un portaaviones, Washington no solo busca frenar cargamentos ilícitos: busca imponer zonas de exclusión, reconfigurar rutas críticas y demostrar que su hegemonía marítima y regional sigue intacta. Para Estados Unidos, el Caribe vuelve a ser decisivo, como en los tiempos de Mahan, para el comercio global, la seguridad hemisférica y la competencia con potencias rivales.
El epicentro de esta confrontación es Venezuela. Tras las elecciones de 2024, desconocidas por buena parte de la comunidad internacional, el país dejó de ser percibido como una democracia en crisis para ser catalogado como una dictadura sostenida por economías ilícitas. Hoy, se le considera un Estado narcoterrorista en el que convergen el poder político y el crimen organizado. El Cartel de los Soles, el Tren de Aragua, facciones del ELN, la Segunda Marquetalia y las disidencias de las FARC actúan como corporaciones criminales con alcance transnacional. Sus negocios —cocaína, oro, coltán, hidrocarburos y drogas sintéticas— generan, según Transparencia Venezuela en el exilio, más de ocho mil millones de dólares anuales, una tercera parte del PIB anual venezolano y un flujo financiero que sostiene al régimen de Maduro; por consiguiente, neutralizar una lancha cargada con drogas es, en realidad, atacar directamente a un vaso sanguíneo conectado a una de las arterias que alimentan a un Estado denominado como mafioso.
El impacto no se limita a la geopolítica. La crisis humanitaria venezolana ya suma casi ocho millones de migrantes, de los cuales dos millones y medio están en Colombia. Para el Estado colombiano, el costo supera los 3.400 millones de dólares anuales en salud, educación y seguridad. La migración masiva alimenta mercados ilegales y genera presiones enormes sobre la institucionalidad, convirtiéndose en un desafío que trasciende fronteras.
Mientras tanto, al otro lado del planeta, la competencia global se intensifica. El pasado 31 de agosto se celebró la 25ª Cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái, China, Rusia, India y Corea del Norte y los líderes de 60 países invitados reafirmaron su voluntad de articular un bloque alternativo al orden occidental. Xi Jinping, presidente de China, habló de una multipolaridad “igual y ordenada”, mientras se cuestionaba la política de sanciones y aranceles de Washington. La conocida expresión The Rules are for thee no for me, establecida por la Casa Blanca, fue duramente criticada. Para estas potencias, Venezuela no es un socio aislado, sino un eslabón estratégico para proyectar su influencia en el Caribe y América Latina. Incluso el espacio exterior entra en juego. Venezuela dispone de tres satélites construidos en China y actualmente mantenidos y soportados por empresas de eses país. Estos refuerzan sus capacidades en telecomunicaciones y observación remota. Aunque modestos frente a los más de 3.400 satélites estadounidenses, fortalecen la resiliencia del régimen y amplían las tensiones en un dominio crucial para la guerra híbrida del siglo XXI.
Técnicamente, se podría decir que ya existe un pulso en la órbita exterior y en el ciberespacio, del cual poco se dice, pero de cuya adecuada explotación permitirá el claro conocimiento en tiempo real de la posición y movimientos de las unidades desplegadas en el Caribe. Es la confrontación en el plano de la guerra electrónica en su máxima expresión. En la misma forma, y sin ser menos importante, suceden eventos en el plano submarino. Hasta ahora, solo se conoce por declaraciones de Washington, que un submarino nuclear fue destacado al Caribe central. Esta arma estratégica, considerada la capacidad más letal en el mar, seguramente estará desarrollando su trabajo silente y será uno de, los actores claves dentro de los posibles cursos de acción determinados por el Gobierno Trump.
Bajo esta panorámica en el dominio de las fuerzas, pero sin perder de vista el ajedrez geopolítico, es clave recordar al politólogo norteamericano Joseph Nye, profesor de Harvard, quien introdujo los conceptos de ‘poder duro y poder blando’, integrados en lo que denominó ‘el poder inteligente’. El poder duro es la coerción militar y económica; el blando, la capacidad de persuasión cultural, diplomática y normativa. La estrategia de Trump en el Caribe combina precisamente ambos: una poderosa fuerza naval y operaciones de interdicción en una guerra formalmente declarada contra los carteles del narcotráfico, junto con la narrativa de restauración democrática en Venezuela y la presión diplomática internacional. Es en primera instancia la ejecución de una presión persistente sumada a una coerción segmentada, que busca una implosión en el régimen dictatorial de Nicolas Maduro.
Esta visión política se enlaza con la Doctrina de Alfred Thayer Mahan: mientras este último defendía que el control y dominio del mar era la llave del poder mundial, Nye explica cómo, en el siglo XXI, esa supremacía debe complementarse con la legitimidad y la influencia persuasiva. Juntas, estas doctrinas reflejan la mirada estratégica de Washington: el control del mar y de la narrativa, del músculo militar y del discurso político, como ejes inseparables de su hegemonía hemisférica.
Será entonces de la mayor relevancia, y considerando la estabilidad hemisférica y la preservación de las democracias, que los países más cercanos —Colombia, Brasil y Guyana— definan con precisión su posición frente a los acontecimientos por venir, bajo la mirada de la ONU, la OEA y los organismos regionales de integración. La caída de un régimen narcoterrorista, enquistado durante más de dos décadas en las estructuras políticas, militares y económicas de Venezuela, no sería un simple relevo de poder: equivaldría a manejar una falla catastrófica en un sistema interconectado. La implosión del régimen podría desencadenar una verdadera explosión de la cadena criminal en el hemisferio, liberando facciones, carteles y redes ilícitas que hoy operan bajo el amparo del Estado. Sin un plan concertado de contención, la transición podría degenerar en una atomización delictiva imposible de controlar, multiplicando corredores de narcotráfico, rutas de contrabando y plataformas de crimen transnacional. Lo único claro es que la administración Trump y su círculo de asesores son los únicos que conocen el alcance, los tiempos y los costos de estas decisiones, cuyo impacto rebasará las fronteras de Venezuela para redefinir la seguridad de toda América Latina. Al mismo tiempo, no es un asunto menor mirar hacia el Oriente: China observa expectante los eventos en el Caribe mientras avanza en su plan de reunificación con Taiwán. Los precedentes que se sienten en el Caribe podrían ser replicados al otro lado del planeta, confirmando que las disputas regionales hoy tienen repercusiones globales.
Finalmente, el hundimiento de esta lancha con droga en aguas del Caribe terminó por convertirse no solo en el símbolo de una nueva fase de la guerra contra los carteles narcoterroristas, sino también en la premisa de desestabilizar y eventualmente derrocar un régimen dictatorial enquistado por más de dos décadas en Venezuela. Estados Unidos ha dejado claro que está dispuesto a escalar la presión sobre Maduro y, al mismo tiempo, enviar un mensaje directo a Moscú, Pekín y Teherán: el Caribe ha regresado como un escenario estratégico de primer orden. El desenlace de esta confrontación trasciende las fronteras venezolanas. Para Colombia y América Latina está en juego si la región logra afianzarse mediante una articulación colectiva basada en instituciones sólidas, cooperación transparente y la defensa de valores democráticos, como parte de una estrategia respaldada por Occidente; o si, por el contrario, se convierte en terreno fértil para bloques autoritarios sostenidos por economías ilícitas y potencias extrahemisféricas. En ese caso, lo que emergería sería una arquitectura criminal internacional cada vez más sofisticada, capaz de reconfigurar y afectar con consecuencias devastadoras el futuro de toda la región.