Margarita Ortega Columna Semana

Opinión

El árbol, el nido y el pájaro

Estoy llorando mientras escribo esto, no por tristeza, sino porque todo fue real; lo hemos vivido con intensidad, porque contra viento y marea he podido darles a mis hijos el amor que anhelé y la familia que no tuve.

Margarita Ortega
13 de julio de 2025

Desde que supe que estaba embarazada de ti, el corazón no ha parado de darme vuelcos. No fuiste una sorpresa. Te busqué, te planeé, te esperé. Sabía que venías, aunque no imaginaba el tamaño del terremoto que provocarías. El tsunami que hemos sido juntos. Fuiste una decisión amorosa y, sobre todo, terca. Como todo lo que he hecho en esta vida.

El día en el que supe que estabas ahí, creciendo, latente, vulnerable, soñado; comprendí que jamás volvería a ser la misma. El cuerpo se me volvió casa y la vida, un árbol de inmensas ramas. Me volví madre, no por mandato, ni por presión, ni por accidente, que sobre todo de lo anterior hay mucha tela que cortar; me volví madre por una luminosa rebeldía, como todo, todo lo que he hecho en esta vida.

Me volví tu madre, mi madre y el árbol de todos los sueños con los que construí un nido para nosotros dos y luego para tu hermana, para los tres.

Fuiste creciendo dentro de mí, como crece una raíz en tierra fértil. Estuve durante días y muchas noches acariciando una barriga que no cabía en la Margarita de 23 años, amasando tu realidad en mí y hablándote como se les habla a los sabios de la tribu. Cuando quisiste nacer ya había pasado una semana de la fecha indicada por el doctor Toro que, con paciencia y unos fórceps, me ayudó a traerte al mundo. Siempre has empujado mis límites o, tal vez, como ahora sospecho, viniste a empujarme hacia esta parte de mí que se había mantenido dormida por miedo o por costumbre.

Naciste y el mundo se convirtió en un lugar en el que yo podía luchar todas las batallas sin importar cuánto dolor, tantas veces, nos cobró la vida por la osadía de tu mirada y nuestro abrazo. Siempre estuve enamorada de la promesa de acompañarte en el trayecto.

Ahora que tienes 29 años, puedo decir que he sido experta en dinosaurios, piñatas, karate, disfraces, vampiros, chofer, terapeuta, chef, enfermera, asesora en tareas de último minuto, gestora de conflictos internacionales entre hermanos, intérprete oficial de estados de ánimo adolescentes y, sobre todo, una comprometida estudiante de tu obstinación por encarar la vida desde tu coraza intelectual, mezclada con el noble corazón de un caballero medieval.

Hijo, te confieso que, en particular, he sido experta en el arte de fingir que sabía lo que estaba haciendo, como toda madre.

Aprendí a ser mamá contigo, mientras tú emprendiste tu destino y, en ese cruce de caminos, crecimos los dos. Porque, aunque no lo digan los libros, los hijos crían a sus madres (eso nadie te lo va a sostener). Me enseñaste a mirar mis propias heridas, a lamerlas con compasión, a sacar fuerzas de la nada para revisar mis propios dolores, y a confrontar mi historia todos y cada uno de los minutos de nuestras vidas. Y eso, mi sol, no tiene precio.

Creciste, te cambió la cara de niño, terminaste el colegio y te fuiste a estudiar a un lugar en el que la distancia era un océano; te volviste un hombre, estuvimos diez años en este amor de lejos y hace 12 meses regresaste buscando el abrazo de la casa, de la tierra. Te reencontraste con la mujer que más has amado, te casaste, ahora soy abuela de dos gatos y por estos días te vuelves a marchar. ¡De nuevo ese océano de por medio!

Es extraño repetir esta historia del llamado nido vacío cuando uno se ha acostumbrado a ser árbol, rama y germinación de necesidades; hojas que bailan con el viento y luego, tiempo.

Tu hermanita me acompañó con su despertar cuando te fuiste la primera vez y ahora que te vuelves a marchar me acompaña desde su renacer y yo, yo estoy aquí, viviendo mi segunda adolescencia sin ti. La estoy viviendo ahora, mientras sales a conquistar el otro mundo, el del despertar de la tercera década, con una familia y con la valentía que siempre has tenido.

Cuando tú atravesabas el huracán hormonal, yo aún creía que la adultez era lineal, sólida, estructurada. No sospechaba que venía mi segundo turno. Lo mío ha sido una adolescencia rara, silenciosa, sin acné, pero con sofocos; con un hartazgo infinito de los deberes, pero, y todo hay que decirlo, como siempre, con buena música. Una adolescencia sin permiso, urgente, que llegó justo cuando el espejo me dijo que los cincuenta años no son una condena, sino una frontera que se puede cruzar con curiosidad y con algo llamado plenitud. Estoy aprendiendo a jugar.

Justo ahora, mientras empacas tus cosas, me redescubro como mujer, no solo como madre. Hijo, nadie te lo dirá de frente, se insinúa, aparece en libros de autoayuda con frases cursis y fotos de atardeceres —que uno ya ni sabe si son de inteligencia artificial—, que, luego de tantos años, el segundo momento más emotivo de nuestras vidas, cuando tú, finalmente, abres tus alas, algo de uno, de tu mamá, se va.

No se muere, se transforma, se reubica. Se reacomoda el rincón tibio de la memoria para que uno pueda reescribir su historia porque, ciertamente, es muy importante el cuento que uno se quiera echar de su vida a estas alturas, y se buscan nuevos espacios para dibujar con otros colores esta etapa.

Hoy, soy la mujer que te parió, pero también soy la que se pregunta quién quiere ser ahora, una mujer que, aunque todavía va de la mano de la peque de la casa que aún no deja el árbol, tu hermana, que ya también es un adulto, sabe que no tiene que cuidar, corregir, alimentar y sostener a todos, todos los días. Ahora tengo que sostenerme a mí y eso es más difícil. Pero también es liberador.

Con tu hermanita, ocho años menor, aún tengo con quién reírme de tonterías, con quién ver series policiacas, con quién discutir sobre lo cuadriculada que soy o sobre sus tareas de la universidad. Pero sé que también llegará su momento.

Hijo, hay que ser honestos: uno nunca está realmente listo para dejar de ser necesario y esa es la parte cruel y hermosa de la maternidad, uno cría a los hijos para que se vayan.

Veo tus fotos de niño y siento que fue ayer. Pero también siento que fue otra vida. Porque lo fue. Desde tu primera salida me enseñaste a soltar, a dejar que el amor no sea una jaula, sino un puente, a entender que no estoy aquí para retenerte, sino para verte volar. Me enorgullece tu vuelo, aunque me deje los brazos vacíos.

Temprano aprendí a confiar en lo que sembré y en lo que has construido por ti mismo, a ser madre en la distancia, a estar sin estar encima, a acompañar sin invadir, a dar sin pedir retorno. Jamás lo haría, tú lo sabes.

Estoy llorando mientras escribo esto, no por tristeza, lloro porque todo fue real, porque lo hemos vivido con intensidad, porque contra viento y marea he podido darles a mis hijos el amor que anhelé, la familia que no tuve y, aunque ahora me siento como si me hubieran arrancado unas cuantas flores, también estoy agradecida. Agradecida por haber tenido el privilegio de verte crecer y de amarte hasta el tuétano.

He sido árbol, pero sobre todo he sido semilla y ahora veo los frutos. El nido no se queda vacío, el nido crece y se ensancha para maternarme y recibirme desde este amor propio, que ha surgido con el sentimiento de orgullo de tantos años en pie frente a la ruta, un gesto personal que solo hasta hoy me reconozco.

El nido se acurruca, es mi nuevo útero, para permitirme ver con otra perspectiva que el amor verdadero, como la energía, transmuta, madura y nos engrandece.

Gracias, hijitos del alma mía, gracias por haberme dado la experiencia de ser madre. Luego de este proyecto colectivo, ahora me toca a mí. Vuelvo a mi piel, a algunos sueños pospuestos con infinito desprendimiento, pero que hoy quiero confrontar para seguir creciendo. Vuelvo a mis silencios, a mis ganas, a mi cuerpo que reclama otra manera de ser habitado, a la que siempre quiere seguir preguntándose cosas, a la que siempre quiere bailar.

Hijo, debes saber que tú eres parte de todo esto, de este renacimiento. Te agradezco por tu valor al haberte ido porque, al hacerlo, me obligaste a mirarme sin mis ojos de mujer-mamá y descubrí que, aunque me duela no tenerte cerquita, hemos cerrado un ciclo y abierto una puerta para que ambos demos a luz seres completos, dispuestos a un nuevo vacío lleno de promesas, es la hora.

Pdta: Siempre serás mi pequeño y el árbol de mamá estará dispuesto para ser tu refugio, tu consuelo, tu fuerza, tu hogar.

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