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Opinión

Delitos de odio: una amenaza que no podemos seguir ignorando

No podemos seguir tratando estas agresiones como “hechos aislados” o “delitos menores”.

Héctor Olimpo Espinosa
15 de junio de 2025

En Colombia, vivimos un momento de creciente crispación social, alimentado por discursos incendiarios, polarización y el debilitamiento del respeto entre ciudadanos. Aunque aún no existe en nuestro país una tipificación penal clara del “delito de odio”, los efectos de este fenómeno ya están aquí: agresiones motivadas por razones raciales, de orientación sexual, creencias religiosas, ideología política o condición social, muchas veces normalizadas o invisibilizadas.

España ha avanzado significativamente en este tema. Su legislación reconoce como delito la incitación pública al odio y a la violencia contra colectivos históricamente marginados. Además, cuenta con una fiscalía especializada, observatorios y protocolos que permiten actuar con claridad y justicia. Colombia, por el contrario, sigue sin herramientas eficaces para enfrentar este tipo de crímenes.

Pero no se trata solo de normas: se trata de clima social. Esta semana, La Silla Vacía publicó un análisis que evidencia que el presidente Gustavo Petro es hoy el líder con más mensajes agresivos en X, y también el que más mensajes agresivos recibe. Esta doble condición —emisor y receptor de hostilidad— debería encender todas las alarmas. No es un problema de un solo lado del espectro político, sino un círculo vicioso de confrontación, donde cada ataque legitima el siguiente, y la ciudadanía termina atrapada entre trincheras.

Cuando el lenguaje público se convierte en una batalla campal, los extremos ganan terreno, el odio se normaliza y la convivencia democrática se fractura. Y, en ese entorno, florecen los delitos motivados por prejuicios, porque la palabra violenta precede al acto violento. Las estadísticas españolas muestran un incremento del 33 % en los delitos de odio en la última década. ¿Queremos esperar a que eso pase aquí para actuar?

No podemos seguir tratando estas agresiones como “hechos aislados” o “delitos menores”. No hay delito menor cuando se humilla, violenta o margina a alguien por lo que es o lo que representa. No podemos ignorar más la necesidad de una legislación clara, de fiscales preparados, de protocolos diferenciados para las víctimas y de una campaña nacional que fomente el respeto en la diferencia.

Combatir el odio no significa perseguir ideas ni censurar la crítica. Significa trazar una línea clara entre la libertad de expresión y el discurso que incita a la violencia. Significa construir un marco donde el disenso no se transforme en agresión, y donde las redes sociales no se conviertan en campos de guerra.

La política debe recuperar su propósito de transformar realidades, no de agredir al contrario. Y quienes aspiramos a liderar el país debemos entender que gobernar no es producir incendios, sino apagarlos con serenidad, empatía y responsabilidad.

La paz no solo se firma con las armas. Se construye también con palabras. Y en Colombia, necesitamos urgentemente un pacto nacional contra el odio.

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