OPINIÓN

De cielos sin estrellas y otros vacíos

Hace años descubrí que el cielo nocturno que conocí en la infancia había desaparecido. El aire contaminado de las ciudades volvió invisible el telón estrellado que siempre di por sentado. Allí advertí que vendrían más desapariciones.

María Angélica Raigoso Rubio
16 de octubre de 2019

Hace muchos años y de manera súbita, descubrí que el cielo nocturno que conocí en la infancia había desaparecido. El aire contaminado de las ciudades y el resplandor del alumbrado nocturno volvieron invisible el telón estrellado que siempre di por sentado. Y tal vez esa experiencia urbana fue el factor que me hizo advertir, y poner en perspectiva, otras desapariciones que tendrían lugar durante las siguientes décadas. 

Primero fueron los patos, o mejor su ausencia, como heraldo del retroceso inexorable de los humedales. A medida que la agricultura mecanizada devoró el paisaje heterogéneo de las planicies aluviales del río Cauca, los ecosistemas que albergaban incontables aves acuáticas fueron reemplazados por la uniformidad de los cultivos industriales, epítome del proceso de modernización. 

Por la misma época, o muy poco después, desaparecieron los guamos, los carboneros y los písamos, que cobijaron siempre los cafetales de los abuelos. Por cuenta de la bonanza cafetera, expresión visible de los logros de la revolución verde, el café de “libre exposición” hizo superfluos los árboles cuando cada metro cuadrado que ellos ocupaban podía hacerse disponible para la producción del grano.

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Con los árboles, vastas extensiones perdieron además otros elementos esenciales de uno de los paisajes más pintorescos del trópico americano. Las áreas dedicadas al monocultivo sin sombrío dejaron de ser refugio para las ardillas, las martejas, los perros de monte y una ingente variedad de mariposas y de aves tanto residentes como migratorias. La producción por hectárea aumentó sin duda, pero a costa de la integridad del ecosistema.

Luego supe del comienzo del fin de los anfibios en las mismas montañas en las que me hice pajarero. Gracias a un amigo herpetólogo descubrí el mundo de los anfibios en unas cuantas caminatas nocturnas en los bosques nublados de la cordillera Central. Con los detalles increíbles de la historia de vida de cada una de las especies que mi amigo descubría ante mi asombro, llegaron también las evidencias de la declinación alarmante de sus poblaciones causada por la destrucción de sus hábitats y como consecuencia de la invasión de un hongo misterioso.

Cada una de estas historias me hizo ver que la extinción no era solamente una posibilidad teórica o la documentación de un hecho ocurrido en épocas pretéritas. Se trataba de un fenómeno tan real y cotidiano como la invisibilidad súbita del cielo estrellado en los espacios urbanos. Y fue eso lo que hizo que, al igual que tantos otros ambientalistas, pregonara a lo largo de toda mi carrera la inminencia de este desastre de escala planetaria. 

Al igual que todos ellos, recibí a cambio la incredulidad, la indiferencia o, en el mejor de los casos la noción de que al fin y al cabo era más importante asegurar el desarrollo económico. Los argumentos más elaborados que podía uno armar, atrincherado en la mejor evidencia científica disponible, por lo general terminaban descontados como delirios del romanticismo trasnochado de alguien que siempre prefirió el encanto impredecible de una naturaleza por descubrir, a las certezas de los espacios construidos por el ingenio humano.

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Hasta que se hizo ineludible la realidad del cambio climático. Un día supimos que los casquetes polares y los glaciares que adornaron nuestras más altas montañas estaban retrocediendo a una velocidad alarmante. De un imaginario de “nieves perpetuas” habíamos despertado a la noción de patrones atmosféricos inesperados que acabaron en pocos años con la seguridad de un mundo predictible. 

De un momento a otro, tuvimos en las manos los cuatro ases para sustentar los argumentos que veníamos esgrimiendo desde hacía varias décadas. Pues además del deshielo, de la acidificación de los océanos y de los récords sucesivos de extremos climáticos en todas las escalas geográficas posibles, los desastres asociados con el descalabro global empezaron a sucederse a intervalos cada vez más cortos.

Y, sin embargo, en lugar del triunfo de esta demostración, la llegada tardía de las pruebas irrebatibles es la muestra fehaciente de los alcances limitados de la lucha ambiental. Los incendios de las selvas tropicales de Indonesia, del centro de África y de la selva amazónica, por cuenta de intereses mezquinos e inmediatistas puestos por encima de la resiliencia planetaria, son evidencias de lo mucho que nos falta por hacer que este triunfo argumental se convierta en voluntad de cambio para la sociedad global.

En el horizonte, brilla una tenue luz de esperanza, encendida por las movilizaciones sociales desatadas por la generación del milenio. Sólo resta esperar que su resplandor sea suficiente para llenar el vacío de los cielos urbanos sin estrellas o de las noches rurales en las que las luciérnagas se han hecho tan escasas como las abejas que no logran polinizar las cosechas o como las aves migratorias que tercamente se empeñan en mantener sus viajes hemisféricos en paisajes que difícilmente pueden mantenerlas.