
Opinión
De aquellos polvos vienen estos lodos
La paz ya no se trataba de liberar a cada vereda de cada municipio de Colombia del yugo de los violentos.
Toda la desgracia que hoy se abate sobre Colombia tiene su origen en Juan Manuel Santos. Fue él quien incubó a Petro con todas sus miserias, y quien incubó la violencia que nos azota.
Su traición al expresidente Uribe trasciende lo personal, porque para ejecutarla se dio a la tarea de romper un consenso ciudadano que existía en 2010 alrededor del imperio de la ley y la seguridad como única fuente de paz y progreso. Al terminar el gobierno de Uribe, el país estaba en paz, solo unos reductos de las Farc y el ELN subsistían gracias al apoyo de Chávez en Venezuela y a las 50 mil hectáreas de coca que quedaban. Bastaba con seguir la inercia de la Seguridad Democrática para que en Colombia la violencia siguiera siendo un fenómeno marginal que eventualmente se extinguiría. Pero Santos tenía otros planes: una paz que no insuflara su ego no le servía, así en el futuro todo se volviera a incendiar; había que negociar con los vencidos, las palmas y el Nobel serían para él y eso —para un hombre frívolo, vanidoso y sin escrúpulos como Santos— valía más que cualquier número de vidas humanas.
Para eso se alió con la extrema izquierda y, juntos, arraigaron una narrativa destructiva que logró fracturar el consenso ciudadano por la seguridad. Se condenaron los logros de la Seguridad Democrática al olvido y, en su lugar, se hablaba todos los días de los falsos positivos, ya elevados a categoría y a política de Estado por los nuevos socios de Santos. La paz ya no se trataba de liberar a cada vereda de cada municipio de Colombia del yugo de los violentos, concepto bajo el cual el país en 2010 ya estaba prácticamente en paz, sino de una condición abstracta y aspiracional a la cual solo se llegaba pactando con los jefes terroristas. Santos llegó al extremo de presentar el pacto con las Farc no solamente como el fin de la violencia en Colombia, sino como una hoja de ruta para el progreso de la Nación. Esa mentira reivindicó la narrativa marxista de las Farc. Sin esa validación política, Gustavo Petro jamás hubiera sido presidente, y sin ese diagnóstico perverso de que la violencia es un fenómeno político, y no de rentas ilícitas, y de que su solución por ende solo puede ser política, la paz total de Petro no existiría hoy como su fachada para favorecer a los bandidos.
Con Santos surgió la cultura política de la cancelación, en que se anula el debate que informa al ciudadano aniquilando al contrario con una falsa etiqueta. En ese entonces, la consigna santista era que quienes nos oponíamos al proceso de La Habana éramos unos señores de la guerra enemigos de la paz; de ahí Petro dio solo un pequeño salto para etiquetar a sus opositores de nazis. Y surgió la corrupción a unas escalas nunca vistas con la colonización de las instituciones del Estado a cambio de los votos necesarios para forzar en el Congreso el Acuerdo de Paz. La única innovación de Petro en este campo fue evitarles la triangulación con contratistas y pagar con tulas de efectivo. Hasta los mismos caballeros de mohatra que hicieron el corretaje de las fechorías de Santos fueron los que utilizó Petro en las suyas, o sea: Roy, Velazco, Lizcano, Benedetti, Cristo y Prada.
Las Farc, derrotadas y exiliadas, le cobraron caro a Santos la firma del Acuerdo, exigiéndole —entre otras cosas— parar la erradicación forzosa y la fumigación de los cultivos de coca. Santos aceptó. Y para eso implantó la narrativa de que la guerra contra el narcotráfico estaba perdida. Ahí empezó el renacimiento de la violencia en Colombia: de 47 mil hectáreas que venían en franco declive, pasamos a las 350 mil de hoy, y a tener nuevamente medio país incendiado y tomado por los bandidos, con el agravante de que el presidente que tenemos parece estar más de su lado que de la institucionalidad.
Que sin la paz de Santos estaríamos peor, dicen algunos, porque entregaron las armas diez mil guerrilleros. Falso. Como si la disponibilidad de armas y de manos para empuñarlas fueran un limitante en Colombia cuando están los incentivos para ejercer la violencia, y como si premiar a los viejos terroristas con impunidad y una jubilación dorada haciendo las leyes en el Congreso no fuera un acicate para inducir al delito a nuevas generaciones de bandidos.
Hoy se dan las condiciones nuevamente para volver a galvanizar una coalición ciudadana por la seguridad que derrote otra vez la violencia en Colombia, pero necesitamos a otro Álvaro Uribe que la haga realidad. Para eso no solo hay que derrotar a quienes representan lo mismo que Petro, como los candidatos del Pacto Histórico o Claudia López, sino también a Santos, que está agazapado detrás de candidatos que se dicen de centro.