
Opinión
De Alligator Alcatraz a nuestras mazmorras: la hipocresía que apesta
El llamado es a la coherencia.
Mientras el mundo debate con fervor mediático si los caimanes de Florida intimidan lo suficiente a los migrantes en el nuevo centro de detención de Trump, o si los pandilleros en el Cecot de El Salvador tienen sábanas, en Colombia hemos normalizado el infierno. A 1.500 kilómetros de esos espectáculos de “mano dura”, libramos una batalla silenciosa en un desastre humanitario que debería ser un escándalo global, pero que apenas genera un bostezo de resignación.
La Corte Constitucional declaró el “estado de cosas inconstitucional” en nuestras cárceles en 1998. Veinticinco años después, el diagnóstico no solo sigue vigente, sino que ha hecho metástasis. El verdadero cáncer no está en las prisiones formales, con su ya escandaloso hacinamiento del 120 %. El horror, la verdadera vergüenza nacional, se vive en las estaciones de policía y las URI.
Hablemos con la brutalidad de las cifras. La Defensoría del Pueblo constató un hacinamiento del ¡2.000 %! en una estación de policía, la 19 Riohacha. No es un error tipográfico. Es la traducción matemática del apocalipsis: celdas diseñadas para cuatro personas alojando a sesenta. Cada detenido dispone de menos de 0,7 m² para existir, el espacio de un ataúd.
Y en ese ataúd en vida, las condiciones harían sonrojar a un carcelero medieval. No hay baños. Repitámoslo para que se entienda la dimensión de la barbarie: NO HAY SANITARIOS. Los reclusos defecan y orinan en bolsas y botellas que duermen junto a ellos, en un hedor perpetuo a excremento y desesperación. Duermen en el concreto puro, entre sus propios desechos. No hablamos de la falta de un colchón, sino de la ausencia de la más elemental dignidad humana.
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La doble moral internacional es ensordecedora. Se publican ríos de tinta porque en El Salvador, donde los homicidios cayeron de 103 a 2,4 por cada 100.000 habitantes, los maras no tienen almohadas. Se rasgan las vestiduras por la intimidación psicológica de los caimanes en Florida. Pero ¿dónde están los titulares para los presos colombianos, muchos de ellos sin condena, que viven literalmente entre la inmundicia?
Esta hipocresía es funcional a nuestra propia inacción. Mientras las grandes ONG de derechos humanos enfocan sus reflectores en casos más mediáticos, aquí miramos para otro lado. Las autoridades emiten alertas y “planes de choque” que se diluyen en la burocracia, mientras miles de personas se pudren en centros de detención temporal que se volvieron permanentes. A principios de 2025, más de 21.000 personas se hacinaban en estaciones con cupo para apenas 9.600. La mayoría, sindicados en un limbo judicial eterno.
El informe del World Justice Project nos da la bofetada final: Colombia obtiene una calificación de 0,32 sobre 1 en eficacia de la justicia penal y 0,39 en ausencia de corrupción. Este es el retrato de un sistema carcomido, ineficiente y corrupto, que produce tanto impunidad en las calles como hacinamiento en las celdas.
La lección de El Salvador, con todas sus controversias, no es la crueldad, sino la demostración de que un Estado con liderazgo decidido puede quebrar las estructuras criminales. La pregunta para Colombia no es si debemos copiar al presidente Bukele, sino por qué hemos permitido que nuestro propio sistema colapse hasta este punto de degradación.
Urge un golpe de timón. No se trata de lujos, sino de un mínimo civilizatorio: instalar baños, garantizar agua y desmantelar estas bodegas humanas. Se necesita una reforma judicial que deje de usar la prisión preventiva como condena anticipada. Y sobre todo, se necesita indignación.
El llamado es a la coherencia. A los organismos internacionales, a los medios globales y, principalmente, a nosotros mismos. Que el escándalo no sea selectivo. Que nuestra capacidad de asombro no dependa de si el carcelero es Trump o Bukele. La verdadera medida de nuestra sociedad se encuentra en esos calabozos pestilentes que hemos decidido ignorar. Alcemos la voz, porque el silencio, en este caso, apesta a complicidad.
Posdata. Por si quedaba alguna duda: mi solidaridad está con los caimanes. Ellos, al menos, disfrutan de un pantano entero. Un espacio vital de lujo si se le compara con los 0,7 m² que le corresponden a un detenido en nuestra querida Riohacha.