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Opinión

Cultivos ilícitos y territorios colectivos, un maridaje que debemos combatir

La población étnica minoritaria de este país no le juega a la ilegalidad. No somos cómplices en la proliferación de los cultivos ilícitos que terminan convirtiéndose en sustancias mortales que acaban vidas de personas y destruyen familias.

Jefferson Mena Sánchez
15 de septiembre de 2025

En pocas horas, Colombia conocerá la decisión del Gobierno de Estados Unidos sobre la evaluación que se realiza en lo concerniente a la lucha contra el narcotráfico. Este mecanismo implementado busca determinar el compromiso de los países, no solo en términos de combatir la comercialización, sino también la producción de una sustancia que es un flagelo y que cada vez cobra más vidas en el mundo.

Desafortunadamente, para nuestro país, en ninguna de las líneas mencionadas anteriormente se ven avances, más bien, retrocesos. Las cifras lo demuestran: atrás quedaron los años en los que los gobiernos tenían un interés primario en combatir todas las aristas del comercio de las drogas ilícitas. Esos importantes logros que informaban sobre grandes cifras de erradicación, como las logradas en el segundo periodo de Uribe, cuando se exponían números de más de 250.000 hectáreas erradicadas, y la continuidad de la misma política en el Ministerio de Defensa bajo la dirección de Rodrigo Rivera, en el cual las cifras llegaron a un histórico de tan solo 48.000 hectáreas sembradas, permitiendo que Colombia dejara de ser el primer productor de cocaína en el mundo y dándole ese deshonroso lugar a países como Perú.

Pero después de esos grandes resultados, Colombia entró en una dinámica inexplicable. Primero, en el gobierno del expresidente Santos, y por el afán de complacer a la guerrilla de las FARC con el fin de que continuara negociando la paz —lo que le permitiría al mandatario ganar el Premio Nobel—, se prohibió la aspersión; para ello fue clave el concepto emanado del Ministerio de Salud bajo la dirección, en ese entonces, de Alejandro Gaviria.

Después, siguiendo esa senda, los jueces del país tomaron la decisión de prohibir la erradicación manual y, desde luego, asperjar en los territorios colectivos, estipulando que antes de la acción, se debería surtir el tan conocido proceso de consulta previa; como consecuencia de lo anterior, la expansión de los cultivos fue irremediable.

Luego de un significativo esfuerzo en la primera mitad del gobierno Duque, en que pese a la existencia de los obstáculos legales mencionados, se logró reducir a punta de erradicación manual las hectáreas sembradas en lugares como Tumaco y otras áreas del país, se evidencia que después de esa administración, el actual mandatario relajó los esfuerzos de la Nación y hoy estamos al frente de una muy segura descertificación, cuyas consecuencias están por determinarse.

Pero en medio de todo lo anterior, surge nuevamente el elemento de la consulta previa, la cual se ha convertido en pieza fundamental para frenar, no solo el desarrollo de las zonas en donde se aplica, sino que también ha sido un obstáculo para evitar que el Estado cumpla con la obligación de protegernos de esta producción que ya ha dejado centenares de vidas perdidas.

Y es en este escenario que las comunidades minoritarias étnicas del país deberían hacer un aporte a la construcción de la paz en Colombia. Demostrado está que la producción ilícita de este producto es el combustible para que se presenten los desplazamientos, las masacres, los confinamientos, en fin, todas estas acciones que afectan principalmente a las comunidades étnicas del país.

Al final son las mismas comunidades las que terminan siendo víctimas de estos cultivos y muchas de ellas, sin saberlo, acaban siendo propiciadoras de su misma desgracia. No tiene ningún sentido que la seguridad de un país esté en manos de procedimientos tan subjetivos como el de la consulta previa; el Estado tiene la obligación de garantizar la seguridad de su pueblo y para ello debe enfrentar todo lo que desafíe esa obligación.

No soy enemigo de la consulta previa, todo lo contrario, la defiendo, y me parece un instrumento propicio para la construcción colectiva, la cual permite que ideas maravillosas se unan para dar como resultado una superidea maravillosa. Pero seamos francos, esta figura ha sido mal manejada y de ello es responsable el mismo Estado colombiano, el cual —por medio de sentencias provenientes de las altas cortes y de fallos de jueces que, en su gran mayoría, no tienen ni idea de la realidad que se vive en el territorio y toman decisiones más basadas en un falso escrúpulo humanista en vez de una determinada convicción de buscar el bien común— se ha convertido en constructor de pobreza y de inseguridad.

Colombia es un país increíble en donde pasan cosas insólitas. De la extensión total de su territorio, más del 30 % del mismo es territorio colectivo; es decir, en esos predios no se hace nada sin previa aprobación de las comunidades que allí habitan, y nada es nada, ni siquiera se puede combatir la criminalidad sin el desarrollo de un proceso extenso y costoso como el de la consulta previa, en el que de acuerdo con cifras de la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito, se concentra más del 30 % de la producción nacional. Pero son estos territorios los más pobres y los más violentos, y sin lugar a dudas la consulta previa, en la versión en la cual se está aplicando, tiene mucha responsabilidad en eso.

Los resguardos indígenas y los consejos comunitarios no pueden ser un antro donde se cree una especie de mampara a la ilegalidad, no pueden ser escenarios en los que los ilícitos encuentren su nicho para crecer y expandirse. Los territorios colectivos no pueden seguir siendo los diseñadores de la desgracia de la gente que los habita. Es increíble que un escenario tan valioso como ese se esté prestando para ser los territorios donde mayor cultivo hay, para que sean los lugares en donde más laboratorios existan, para que sean los afluentes por donde más transite esta droga ilícita.

No. La población étnica minoritaria de este país no le juega a la ilegalidad. No somos cómplices en la proliferación de los cultivos ilícitos que terminan convirtiéndose en sustancias mortales que acaban vidas de personas y destruyen familias. Flaco favor nos hacen las autoridades legales de este país al darles a las comunidades étnicas este amparo ante las normas que buscan restringir la ilegalidad en Colombia; hacerlo nos pone en riesgo, nos merma en nuestra capacidad de contribuir en la construcción de patria y sociedad, como lo hemos hecho siempre.

Como hombre negro, reclamo mis derechos de ciudadano de esta nación, pero también reconozco mis deberes y uno de ellos es aportar para que Colombia vea a sus comunidades étnicas con respeto y admiración, y no bajo un lente de dudas por permitir que en nuestros territorios pulule la ilegalidad.

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